Es una de las escenas más famosas de la historia del cine, de la película “Nido de ratas” (On the waterfront, 1954): apeñuscados en la parte trasera de un taxi, se halla un sindicalista corrupto (el también recién fallecido Rod Steiger), enfrentándose con su hermano. Éste (interpretado por la joven estrella de aquel entonces, Marlon Brando), recordando su carrera boxística, hace un reproche y una súplica terribles de manera simultánea: “¿No lo entiendes? ¡Pude haber sido un contendiente! ¡Pude haber sido alguien y no un vago!”.
Cuando nos enteramos de la muerte de Brando la semana pasada, pensamos más o menos lo mismo: pudo haber sido alguien y de hecho lo fue: el mejor actor de su generación, el pionero que le abrió brecha a medio mundo, un icono de la cultura popular. Sí, pero lo fue sólo cuando le dio la gana. Durante largos períodos de su vida, se dedicó a ser un vago.
Alguien dirá que cada quién su vida. Pero es que resulta muy difícil encontrar un talento vital, crudo, a flor de piel, como el que tenía Brando. ¿Cuántos de ésos conocemos realmente? ¿Cuántos hay en el mundo en un momento dado? En el pasado podemos pensar en, si acaso, unos veinte. Y eso, incluyendo a la vieja guardia todavía en activo, que se hace cada vez más vieja: Nicholson, Irons, Hackman, Pacino, DeNiro, Brandauer. Pero un monstruo capaz y sexy como Brando… por un momento, hace varios lustros, pareció que Mickey Rourke tomaba la estafeta… pero también decidió ser un vago.
Entre nuestros contemporáneos jóvenes, ¿quién se le acerca? Keannu Reeves cuando le dan un buen papel; Johnny Depp, cuando deja de creerse Johnny Depp; sólo Sean Penn parece tener la madera. Y párenle de contar. Capacidades como las de Brando son mirlos blancos. Talento como ése no se da en los árboles.
Y por ello, no se vale desperdiciarlo de esa manera. Lo que le hizo Brando a su talento, a su cuerpo, a su oficio, fue no sólo grotesco: fue una traición. A sí mismo y a nosotros, los que lo seguimos alelados durante tanto tiempo.
Cuando empezó su carrera, Brando revolucionó la actuación. Hasta entonces, los roles masculinos estaban encorsetados en una serie de clichés que poca gente rompía, básicamente porque resultaba más fácil complacer al público dándole su sopita no muy caliente. Había estereotipos sólidos (el cómico, el galán, el aventurero, el malvado, hasta el latin-lover), de los que escapaban y sólo ocasionalmente, los grandes: Chaplin, Fairbanks, Guiness, Olivier. Brando le dio un nuevo carácter a la interpretación escénica, haciendo pedazos décadas de tradición. Su Stanley Kowalski de “Un tranvía llamado deseo” (A streetcar named Desire, 1951), que hizo primero en teatro (como debe ser) sigue siendo un clásico, un personaje contra el que han de contrastarse todos los roles principales de quien se quiera considerar de Ligas Mayores… y el ejemplo Opus 548 de cómo el Óscar no siempre se lo lleva la actuación más impactante y trascendente: ese año se lo dieron a Humphey Bogart por “La Reina Africana” (The African Queen, 1951). Que sí, es una interpretación deliciosa y a Boggie le perdonamos todo.
En “El Rebelde” (The Wild One, 1953), pese a no ser un gran papel, le dio cuerpo e imagen a los jóvenes que deseaban liberarse de las ataduras de los convencionalismos… y al año siguiente Elvis grabó su primer disco (sí, ya podemos proclamar las Bodas de Oro del Rock ‘n’ Roll). Y si El Potrillo hubiera visto a Brando en “Viva Zapata” (1952), por simple sentido de la vergüenza y del propio ridículo, hubiera rechazado la oferta de Alfonso Arau de interpretar (o como se le quiera llamar a eso) semejante bodrio.
Sabiéndose poseedor de tantos dones, Brando se hizo un nombre como artista difícil de manejar, un irresponsable que en ocasiones no se aprendía sus líneas (se negó a hacerlo en su última película, “Cuenta Final”, The Score, 2001, usando apuntador electrónico por simple pereza), y que hacía víctima de su temperamento imprevisible a propios y extraños. Según es leyenda, la filmación de “Motín a Bordo” (Mutiny on the Bounty, 1962) fue más complicada y amarga que la rebelión marinera que le da origen a la cinta, a causa de los caprichos de Brando (quien terminó comprando un atolón tahitiano… que está en bancarrota). Total, que solía ser un tipo insoportable, egomaniaco, imprevisible y que le daba por demandar salarios exorbitantes por unos cuantos minutos de trabajo. Con esos merecimientos, no me explico por qué no lo hicieron miembro honorario de la LIX Legislatura mexicana. Quizá porque nuestros diputados son analfabetos funcionales hasta en lo cinematográfico. En fin.
Pero lo que quedaba en celuloide cuando hacía las cosas en serio suelen ser auténticas gemas. Algunas frases que se seguirán repitiendo una y otra vez mientras siga habiendo cine, las dijo Brando… y no las podía haber dicho nadie más: El grito final, desesperado, de “¡Stellaaaaa!” cuando el machote Kowalski se da cuenta que se quedó solo. Johnny Strabler, el motociclista de chaqueta de cuero de “El Salvaje”, desdeñosamente escupiendo que la juventud se va a rebelar “Contra todo”. El calmado Vito Corleone suave, tranquilamente instruyendo: “Háganle una oferta que no pueda rechazar” (El Padrino, The Godfather, 1972). Pronunciando su nombre, como última palabra en vida, un instante antes de ser asesinado por Maria Schneider en “El último tango en París” (The last tango in Paris, 1972). En medio del corazón de las tinieblas, Kurtz (el Coronel Kurtz, no Ahumada Kurtz, me temo que hay que aclarar) resumiendo su principio de vida, resollando tras su sacrificio ritual: “¡El horror! ¡El horror!” (“Apocalipsis”, Apocalypse Now, 1979). Pensándolo bien, en la pantalla grande Brando tenía muy buena mano para morirse.
No que su deceso haya sido muy gozoso en la vida real. Sus últimos años estuvieron teñidos por la tragedia personal y un deterioro progresivo de sus finanzas y estado de salud. Comía compulsivamente y aquel cuerpo de dios sexual de los años cincuenta se lo podía haber rentado a Greenpeace para un comercial en defensa de los cetáceos. Lo que filmaba era sólo para salir de aprietos económicos y cobraba cantidades ridículamente altas por actuaciones muy pequeñas en tiempo de pantalla y contenido. Y bueno, después de todo, él había inaugurado esa tendencia, cobrando más de un millón de dólares por minuto de actuación en “Supermán” (1978), interpretando a Jor-El, el papá del Hombre de Acero. Con lo que cobró, podría haberla hecho hasta de dirigente del PVEM.
A propósito de no tener vergüenza ni dignidad, Brando llegó al extremo de parodiar a uno de sus personajes más famosos… por dinero. No fue otra la razón que lo llevó a hacer el papel de Carmine Sabatini, un Padrino de barrio en decadencia, en “Un novato en la Mafia” (The Freshman, 1990). De pronto ya no sabía uno si tener pena ajena, o admirarle su descaro.
Que hasta eso, no era tanto. Pese a su talante desafiante, Brando se abstenía de abrirse al público. Sus memorias, publicadas en 1994, resulta un libro muy divertido y ameno; pero no esperen conocerlo a través de él. Es un compendio de chismes, luminosas perspectivas sobre su carrera y oficio, fotos infantiles, confesiones chocarreras (“Nunca supe de qué se trataba ‘El último tango en París’. Creo que Bertolucci tampoco”) y viles mentiras. Algo sorprendente es que en ellas no hace prácticamente referencia a sus tres esposas ni a sus (al menos) nueve hijos. Leyéndolas, uno pensaría que fue soltero toda su vida… y que nunca tuvo prácticas de bateo ambidiestro, como sí confesara en otras oportunidades.
Total, una personalidad compleja, un hombre atormentado, sí, pero también un talento enorme y enormemente desperdiciado. De cualquier manera, lo vamos a extrañar. Como decíamos, de ésos no hay muchos. Ni hoy en día, ni nunca.
Consejo no pedido para bailar a gusto la penúltima cumbia en Torreón: escuchen el soundtrack de “El Padrino”, que no ha recibido el crédito que merece. Lean “Brando sobre Brando: canciones que mi madre me enseñó (Grijalbo, 1994, 423 págs.), escrita en colaboración con Robert Lindsey que, como decía, son unas memorias entretenidas y amenas. Y vean “Los que llegan en la noche” (The Nightcomers, 1972), una interesante versión del clásico “Otra vuelta de tuerca” de Henry James, con un Brando que echa vapor de lujuria y da ejemplo de lo que los clásicos llaman dar la pausa. Provecho.
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