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Los días, los hombres, las ideas/Reflexiones sobre Iguala

Francisco José Amparán

Quizá por inclinación natural, tal vez porque nuestra cultura nos ha acostumbrado a la creencia en los finales definitivos, es muy frecuente la tentación de pensar que los hechos históricos tienen un principio y una terminación claramente marcados. Que después de una fecha determinada, todo cambia evidente e irreversiblemente y empieza una nueva época, notoriamente distinta de la anterior. Y aunque las cosas no suelen ocurrir de esa manera, la creencia en “lo final”, “lo definitivo”, sigue vivita y coleando.

Reforzando esa línea de pensamiento se halla una noción igualmente atractiva por lo epopéyica y claramente cinematográfica: la de la “batalla decisiva”: aquélla donde los bandos enemigos se enfrentan cara a cara, se dan de guamazos a manos llenas y el vencedor se queda con todas las canicas.

Claro que ese tipo de experiencias sí ocurren en realidad. Y no pocas naciones festejan esos acontecimientos, precisamente para conmemorar el hecho de que luego de una “batalla decisiva”, las cosas fueron muy distintas. Así, podemos hacer un inventario de los combates (y sus pintorescos nombres) que consolidaron la independencia de los países de América: Yorktown para Estados Unidos, Tucumán para Argentina, Boyacá para Colombia, Carabobo para Venezuela, Ayacucho para el Perú, Pichincha para Ecuador y Maipú para Chile. Si se fijan, más de uno da para bautizar a aguerridos y empolvados equipos de futbol llanero.

Más retiraditos de nosotros, Dien Bien Phu será para siempre la victoria definitiva de los insurgentes vietnamitas y Cuito Cuanavale, la derrota total (administrada por los cubanos, chico) de los sudafricanos en su intento por controlar Angola.

Siendo así las cosas, ¿cuál es la “batalla decisiva” de la independencia de México? Pensándolo bien y más importante todavía, ¿por qué no tenemos día libre, “puente” y sorteo mayor de la Lotería conmemorando tan señalado acontecimiento?

Bueno, básicamente porque no existió tal batalla decisiva. De hecho, en su última fase, la guerra de independencia fue un asunto sin mucha sangre derramada. Eso sí, con mucho olor a pólvora, gritos y sombrerazos. Y hartos alaridos de “¡Viva Iturbide!”, que hoy le resultan incómodos a mucha gente.

Uno de los múltiples problemas de México es que nuestra visión del pasado ha sido condicionada por los Supremos Poderes, que condenan villanos, entronizan héroes (o los inventan) y envuelven en tinieblas épocas enteras de nuestra historia, con tal de que ésta se ajuste a la versión oficial… la que les conviene. Durante los 71 años del priato (que representan, echen cuentas, un 39 por ciento de nuestra historia como país independiente), se le inculcó a los niños tontería y media, se ocultaron de manera criminal nuestras contiendas y rencillas reales (verdaderas causas de nuestro atraso) y se simplificaron hasta la caricatura sucesos complejísimos.

Un ejemplo típico de esto último es cómo pasa a la historia el Plan de Iguala, cuyo aniversario se celebra (aunque mucha gente no sepa bien a bien por qué) cada 24 de febrero. Sí, en la semana que acaba de terminar. Y si no se comprende qué ocurrió en Iguala, sencillamente la consumación de la independencia (y cómo ocurrió y con qué consecuencias nefastas) no tiene pies ni cabeza.

Como siempre que atendemos aquella caótica época, para entender la profundidad de lo ocurrido hay que ponerle un ojo al gato y otro al garabato: ver qué ocurría en España, para saber qué rayos sucedió en Nueva España.

Situémonos en enero de 1820. Ese mes se suponía que debía partir de Cádiz un ejército español destinado a Sudamérica. Su objetivo era volver a someter a buena parte de aquel subcontinente que ya se le había salido del huacal a la España absolutista; que entonces estaba gobernada por un equivalente latino y nonacentista de Bush: el rey Fernando VII era igual de tonto, de necio y de poderoso (o bueno, relativamente).

Muchos oficiales de esa expedición creían que estaban peleando para el bando equivocado: liberales como eran, les daba náuseas combatir por un monarca absoluto (y bruto, para más señas), que ya había anulado una Constitución, pisoteando las libertades del pueblo español y peor aún, tenían que pelear en contra de parientes americanos que tenían sus mismas ideas.

Esos oficiales liberales decidieron que ya estaba suave: el despotismo hispano debía dar paso a un Estado más decente y libre… y si la América española estaba luchando por lo mismo, qué bueno.

Así, el primero de enero de 1820 el comandante del Batallón de Asturias (¡asturiano había de ser!), Rafael Riego, se rebeló en contra de sus órdenes superiores y marchó sobre Madrid para obligar a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz, proclamada por el pueblo en 1812 y mandada por un tubo por el déspota en 1814.

Muchas otras unidades se unieron a Riego. Fernando VII, que era tonto pero no tanto, rápidamente se plegó a las exigencias de los revoltosos: con gran pragmatismo y aún mayor hipocresía, restauró la Constitución que había repudiado seis años atrás. Todo con tal de seguir en la nómina.

Aquella Carta Magna había sido redactada por espíritus libres y vanguardistas. Y se le notaba: para aquellos tiempos, era bastante despeinadita y atrevida. Entre los planteamientos que nos interesan estaba el de la igualdad de todos los súbditos del mismo rey. Esto es, no habría diferencias entre americanos y europeos; de manera que los privilegios que estos últimos habían tenido durante dos y medio siglos, podían darse por terminados. Ésa era la Ley que se suponía debía regir a España y sus posesiones… incluida Nueva España.

Cuando se supo lo ocurrido allá, ardió Troya acá. Los españoles peninsulares, que eran quienes tenían más que perder con la entrada en vigor de aquella Constitución, se pusieron rápidamente a conspirar. Para ello escogieron una casa de ejercicios espirituales comúnmente llamada La Profesa. Ahí se devanaron los sesos sobre cómo evitar la igualdad impuesta por la vieja España. Tardaron un rato, pero finalmente dieron con una idea sencillamente genial por lo audaz: para que la Constitución de Cádiz no los rigiera ¡había que independizar Nueva España! Por eso decimos que la independencia la hicieron los españoles y la conquista los indios (las decenas de miles que ayudaron a los 250 hispanos que le quedaban a Cortés en agosto de 1521).

Había dos problemas: primero, había que acabar con las guerrillas insurgentes que, sobre todo en la Sierra Madre del Sur, seguían dando lata aunque sin la más remota posibilidad de éxito militar. En especial Vicente Guerrero seguía la teoría maoísta de la guerra popular prolongada… más de un siglo antes de que Mao inventara siquiera el término.

Luego había que dar un golpe de Estado contra el Gobierno virreinal, el cual tampoco veía con buenos ojos la Constitución, pero que no iba a dejar el poder así como así. Para ambas empresas se necesitaba una fuerza armada contundente y un militar lo suficientemente ambicioso y tan corrupto como el “Niño Verde” como para consentir en tan sinuoso plan.

En lo último se les pasó la mano al escoger a Agustín de Iturbide. Éste era, ciertamente, tortuoso, intrigante y tenía ambiciones que le salían por las patillas. Pero los conjurados no supieron ver que ésas, que ellos consideraban cualidades, se les podían volver en contra: por las razones correctas escogieron al hombre equivocado. El caso es que para diciembre de 1820, Iturbide tenía un ejército que hizo marchar prestamente hacia el sur para acabar con Guerrero y sus tenaces (y fluctuantes) fuerzas.

En unas cuantas semanas Iturbide se dio cuenta que podían pasar años antes de lograr someter a una guerrilla en un territorio tan abrupto. Así que decidió que, si todo el mundo (los peninsulares de La Profesa, Vicente Guerrero) quería la independencia, pues entonces, ¿por qué no negociarla? Rápidamente entró en contacto con el mulato (Guerrero, como Morelos, tenía sangre negra), ofreciéndole unirse para romper las ligas con España.

Guerrero tenía varios años viviendo a salto de mata, comiendo lagartijas crudas, pasando fríos y calorones y guardando una esperanza ínfima en el posible triunfo de su causa. Así que cuando Iturbide le hizo aquella propuesta, era una oferta que no podía rechazar.

Los enviados de ambos caudillos se reunieron en Iguala y elaboraron un documento prodigioso por su ambigüedad: se le daba por su lado a todo el mundo. Habría una monarquía constitucional, pero se invitaba a Fernando VII o a un infante real a ocupar el trono del nuevo país… como si el rey de España fuera a dejar Europa para venir a gobernar limitado por una Constitución. Habría libertades y derechos para la gente, pero la Iglesia mantendría todos sus privilegios (una de las famosas Tres Garantías era, para efectos prácticos, la no separación entre Iglesia y Estado).

Se escogería una Junta Provisional de Gobierno, pero no se decía ni quién la formaría, ni cómo serían escogidos sus integrantes. Se consagraban Tres Garantías (de ahí lo de Ejército Trigarante) que no resultaban muy revolucionarias que digamos. De hecho, si no soy libre de practicar la religión que me dé la gana (o de no practicar ninguna), ¿cómo puede hablarse de la Unión (o igualdad) de todos los ciudadanos?

Total, que se protegían los intereses (generalmente contradictorios) de muy distintos bandos: una invitación al desastre.

Lo cual no le importó mucho a la gente: durante los siguientes seis meses, una plaza tras otra se sumó al Plan. Hubo algunos combates esporádicos (Durango fue sitiado en agosto de 1821), pero en general los Trigarantes contaban con más apoyo popular que las nudistas que últimamente han venido apareciendo en nuestros estadios.

Para rematar, la España constitucional envió al último Virrey (aunque con otro título), don Juan de O’Donojú, quien resultó un liberal de hueso colorado. Apenas desembarcó en Veracruz, O’Donojú se mostró encantado por lo que estaba ocurriendo. Luego de echarse unos cafetazos con Iturbide, firmó con éste los llamados Tratados de Córdoba, mediante los cuales O’Donojú reconocía la independencia de Nueva España.

El problema es que O’Donojú tenía tantas atribuciones para andar haciendo eso como usted y yo, amigo lector, las tenemos para nombrar el gabinete de Papúa Nueva Guinea: o sea, ninguna. Los Tratados de Córdoba no servían de nada si no eran ratificados por el Gobierno español: por ello España no reconoció la independencia de Nueva España, e intentaría reconquistarla más tarde.

Lo cual le importó muy poco a Iturbide, a Guerrero (que se mantuvo más bien a la sombra durante esos días críticos) y sobre todo a los pobladores, que echaban cuetes (y se ponían ídem) apenas se mencionaba Iguala. Finalmente, el 27 de septiembre de 1821 (que es cuando debíamos festejar), el Ejército Trigarante entró en la ciudad de México, sin oposición de ningún tipo y así se consumó la independencia. Una independencia tranzada, concertacesionada. Y que por algo salió como salió: seguimos siendo un país pobre, injusto y que está lejos de desarrollar las enormes potencialidades que continúan desperdiciándose, casi dos siglos después de que los españoles, a quienes tanta gente culpa de tantas cosas, dejaron de mandar aquí.

La pregunta es: ¿aprendimos la lección? ¿O seguimos redactado Planes llenos de buenas intenciones, pero de nulo resultado práctico? ¿Se acuerdan de los Planes Globales (y Nacionales) de Desarrollo?

————-

Consejo no pedido para no darle ni una garantía (ya no digamos tres) a su cónyuge: escuchen “Abraxas”, del maestro Santana; lean “Memorias de Blas Pavón”, de José Fuentes Mares, sobre los primeros años de independencia. Y vean “Indochina” (1992), con la inalcanzable Catherine Deneuve, sobre la agridulce lucha libertaria de Vietnam. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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