Una vez más nos encontramos en un año electoral para Estados Unidos y por tanto enfrentados al endiabladamente complicado mecanismo de primarias, caucuses y colegios electorales. Y no sólo eso, sino que ahora más que en ningún momento en la historia reciente, el mundo intuye que el resultado de los comicios a celebrarse “el martes después del primer lunes de noviembre” (como dice la Constitución americana de 1787 y que no necesariamente es el primer martes de noviembre, ojo) influirán decisivamente no sólo en los 280 millones de gringos, sino en el resto de la Humanidad. Y por ello resulta conveniente echarle un vistazo al proceso, a sus antecedentes y hacer algunas propuestas pertinentes.
Como todo-mundo se enteró en el año 2000, el presidente de Estados Unidos no es elegido por voto popular, sino por un colegio electoral. Esto es, el candidato que recibe más votos de sus conciudadanos no necesariamente será aquel que podrá usar la Oficina Oval para hacer sus cosillas (o su lucha, en todo caso) con las internas. Es lo que llamamos una democracia indirecta y tiene su origen en dos factores muy importantes en el momento de redactarse, debatirse y aprobarse la Carta Magna de la primera república moderna del mundo. Momento que, debemos recordarlo, ocurría a fines del Siglo XVIII, cuando el joven país era pequeño, novato y mayoritariamente campesino (como lo evidencia la fecha de la elección, evidentemente relacionada con los almanaques agrícolas de aquellos tiempos).
El primer factor era el hecho de que las antiguas trece colonias que se independizaron de Inglaterra eran de muy distintas cataduras: de poca población y territorio, como Rhode Island y mucho más grandes y pobladas como Pennsylvania. Esclavistas como las Carolinas y no esclavistas como Nueva York. Eminentemente agrícolas como Virginia y comerciales e industriales como Massachussets. Total, como los tamales de diciembre: de chile, de carne y de manteca. Y estas muy diversas entidades habían decidido unirse en una federación. ¿Cómo garantizar que los derechos de los chicos no fueran aplastados por los grandes?
Inicialmente la respuesta fue crear un Poder Legislativo bicameral, en donde la Cámara Baja o de Representantes estuviera conformada de acuerdo a la demografía de cada estado. Así, los más poblados tendrían más votos en ese órgano, lo que parece justo. Pero en la Cámara Alta todos, chicos o grandes, tendrían la misma representación: dos senadores por estado (Principio que hace de los senadores mexicanos de representación proporcional una absoluta aberración y estupidez: Coahuila de hecho ha tenido dos veces más senadores que otras entidades y ¿a los intereses de qué estado defiende un plurinominal?).
Los estados del sur, sin embargo, pusieron el grito en el cielo. Dado que los esclavos negros constituían una buena parte de su población, debían tenerse en cuenta a la hora de la representación. Pero como no eran ciudadanos, no podían contabilizarse como tales. ¿Entonces?
La respuesta es lo que conocemos como el Gran Compromiso del 16 de julio de 1787: cada esclavo negro contaría como 3/5 de persona. Esto es, los esclavos serían considerados, para efectos de representación, como un 60 por ciento de ciudadano. Claro, en la práctica política valían menos de cero. Pero a ese acuerdo se llegó y de esa forma los estados del sur se sintieron satisfechos y la Constitución de un país que se decía democrático sancionó la esclavitud.
El segundo factor a considerar tiene que ver con lo anterior: los estados del norte se alarmaron ante la posibilidad de que una mayoría de palurdos iletrados e influenciables pudiese encumbrar demagogos que regalan dinero ajeno a los viejitos, o vivales que reparten vitropisos en vísperas de las elecciones. Temían, con toda razón, a lo que daban en llamar “el mando de la chusma”. A fin de cuentas eso de que la mayoría siempre tiene la razón, bien lo sabían, suena magnífico como lema; pero es una soberana tontería en la realidad práctica. Así que decidieron que quien ocupara la Presidencia no fuera elegido por los individuos, sino por los estados. Y éstos tendrían un peso de acuerdo a su representación en el Congreso (ambas cámaras): así los más poblados (y por tanto, más urbanos, modernos y desarrollados) podrían equilibrar a las masas descalzas, capaces de vender su voto por un plato de lentejas (o un tinaco, en el sediento Torreón). Cada estado erige un colegio electoral, compuesto por un número igual al de los diputados y senadores de esa entidad. El candidato presidencial que haya obtenido la mayoría en ese estado se lleva todos los votos electorales, por pequeña que haya sido la diferencia que lo separe de su más inmediato perseguidor. De esa manera los estados más prósperos (y por tanto más poblados) compensarían a las muchedumbres de descamisados de otros estados menos desarrollados.
De manera tal que, en la actualidad, hay que acumular 270 votos electorales y para ello basta con ganar 13 estados clave (de los cincuenta más el Distrito de Columbia) para asegurarse la Casa Blanca. Ello implica que los candidatos enfocan sus baterías a esas entidades, e ignoran olímpicamente a casi todas las demás. Por ello, en mi casi medio siglo de existencia, no recuerdo que un solo candidato haya visitado Alaska (tres votos electorales) o Wyoming (ídem) en tiempos de campaña: ahora sí que ni lo que gastarían en gasolina.
Después del papelón que hicieron hace tres años, los americanos quisieron modernizar su caduco sistema de votación, cuyas peores características y deficiencias quedaron de manifiesto de manera patente (pero no única) en Florida. Se introdujeron algunas novedades, que se han probado en situaciones piloto y que no han convencido a nadie. Por cierto, una de ellas fue la votación vía Internet que ahora nos quieren imponer acá en México, dizque para que la paisanada también participe en la elección presidencial. Cabe hacer notar que en Estados Unidos el sistemita, a estas alturas, ya es visto con notoria desconfianza… amén de que, como ya habíamos comentado en este espacio, no es muy ético (aunque sí muy “políticamente correcto” para los ilusos de siempre) permitirle a un mexicano votar por un tipo que no lo ha de gobernar (ni ha de padecer) si vive en Óregon.
Lo interesante es que Estados Unidos no ha hecho lo más sensato: crear un registro nacional de electores, con credenciales inviolables y un padrón confiable… lo que ha hecho el IFE con enorme éxito durante los últimos quince años. Una de las pocas instituciones de las que los mexicanos podemos estar orgullosos podría darles una buena asesorada a los padres de la democracia moderna. Después de todo, el carísimo sistema creado en México no sólo nos ha dado elecciones confiables (lo que ha ocurrido después ya no es culpa del IFE): es el más avanzado del mundo. Recuerdo las caras de azoro de mis compañeros canadienses cuando les contaba cómo en cada casilla de este país se halla un listado nominal con la fotografía de cada votante y les mostraba mi credencial para votar… los mejores instrumentos de su tipo en este planeta. La verdad, Estados Unidos podía haber recibido no pocos consejos al IFE. Pero no, tenían que andar inventando el hilo negro. Que con su pan se lo coman.
Pero además, como decíamos más arriba, hay que considerar que los comicios americanos tienen impacto mucho más allá del Bravo y del paralelo 49º. Especialmente en asuntos de guerra, lo que piense (o no piense, que es el caso presente) el presidente norteamericano influye y le pega (a veces con misiles) a personas que viven a miles de kilómetros del 1600 de la Avenida Pennsylvania. Y no sólo eso: los contrapesos tradicionales sobre el Poder Ejecutivo se han ido diluyendo. Muchos se escandalizaron porque Bush fue a la guerra en Irak sin permiso de la ONU. A mí me pareció mucho más escandaloso que lo haya hecho sin autorización del pueblo americano: nunca hubo una declaración de guerra. Los ciudadanos de Estados Unidos jamás votaron a través de sus representantes para que sus hijos fueran a morir en un país infame y que no les había hecho ningún daño. La presidencia imperial americana ha aprovechado una de sus peores atribuciones y nadie nos asegura que no lo volverá a hacer si Bush es reelecto… lo cual, me temo, es una posibilidad tangible.
Así que, si lo que decide el Presidente norteamericano nos afecta a todos, ¿no sería congruente que los afectados participáramos en la decisión? ¿No deberíamos opinar los ciudadanos del mundo sobre un asunto que los mismos Estados Unidos se han empeñado en que nos resulte importante? Porque, digo, quien gane las elecciones presidenciales en Zambombia o qué coalición forme Gobierno en Tribilandia, la verdad, me importa muy poco. Pero lo que haga o deje de hacer el Presidente de los Estados Unidos, desde hace ya buen rato, nos atañe. Así que, siguiendo el principio fundacional de esa República, ¿no deberíamos tener alguna voz, aunque sea un cachito de voto?
Lo de la voz ya vimos que a Bush le hizo lo que el viento a Juárez el año pasado: las manifestaciones masivas en todo el mundo, repudiando la guerra, cayeron en oídos sordos. O quizá, en vista de que dudo que su IQ le dé para manipular un control remoto de televisión, ni siquiera se enteró. O sea que podemos gritar, desgañitarnos y no ser oídos.
Pero otro gallo cantara si pudiéramos votar y decidir una elección. Insisto, después de todo tenemos derecho según el principio de responsabilidad-representación. Se me ocurre que el Mundo podría ser considerado como un Estado, con unos 20 votos electorales (tantos como Ohio y suficientes para inclinar una elección) y que esos votos contaran. Al padrón se podrían inscribir los ciudadanos mayores de 22 años (dejemos esa tontería de considerar adultos a los pajajos de 18 primaveras, que suelen tener un criterio tan maduro como para pensar que La Academia es un programa excelso y que René Bejarano es inocente porque suda mucho) de cualquier país del mundo en donde haya intereses norteamericanos (o sea todos, con la excepción de los citados Zambombia y Tribilandia... ah y Disneystán, que mencioné el domingo pasado). Se emitiría o remitiría el voto en lugares para ello designados, con papeles impresos donde se pueda poner tachita, no con esas vaciladas de máquinas que se usaron en Florida. A nivel mundial se seguiría el mismo principio que en los EUA: el candidato con más votos se llevaría todas las canicas. Y los sufragios mundiales se contarían junto a todos los demás, como manda la Constitución americana, el seis enero del año siguiente en “el salón de la Cámara de Representantes, a la hora de la una de la tarde”, aunque podría hacerse más tarde para que hagan bien la digestión y luego no anden de flatulentos. Con buena suerte, la opinión del mundo podría salvar a los EUA de su misma inconciencia y provincianismo.
Otra variante sería retomar el principio del Gran Compromiso y darle un valor proporcional al voto de los ciudadanos no americanos. Por ejemplo, que cada uno valga 0.001 voto (una milésima, así que mil mundiales valdrían por un voto americano) y que cada quién decida a qué estado va su sufragio (si el primo Juancho está en Sacramento, escogería California; si tengo el mal gusto de irle a Green Bay, votaría en Wisconsin). Esos votos se contarían con los demás a la hora de conformar el colegio electoral de cada estado. Y tan tan.
Bueno, ahí están mis propuestas. Si no las quieren, allá ellos. Lo que sí es que, la verdad, al menos deberían tomarnos en cuenta. O de perdido, regalarnos un tinaco. El PRI se brincó mi colonia las elecciones pasadas…
Buzón: de Durango me escribe la lectora María Catalina Garrido y como creo que otros pueden tener la misma duda, hago pública la respuesta: la semana pasada me oponía a la presencia de ucranianos en la hipotética fuerza de reacción inmediata internacional y ella pregunta por qué. La respuesta: Los ucranianos de las Fuerzas de Paz se han ganado una muy mala reputación en varias misiones en las que han actuado. En Bosnia eran conocidos por andar metidos en contrabando, mercado negro, trata de blancas y proxenetismo. Así que qué brutos, cuánto ayudaban, pues como que no.
Consejo no pedido para sentirse de perdido 4/5 de persona: Escuchen “The Traveling Willburys” (¡Beto: el CD!), un cotorreo con algunos de los mejores guitarristas del rock; lean “1876” de Gore Vidal, sobre otra elección robada (como la de 2000, vía Florida) y renten “Escándalo en la Casa Blanca” (“Wag the Dog”, 1997; ¡ay, estos tituladores mexicanos!) con Dustin Hoffman y Robert DeNiro. Provecho.
Correo:
francisco.amparan@itesm.mx