Segunda y última parte
Parábola de la Dra. England y Ms. Lynndie
c) La soldado raso (¿o se dirá soldada rasa?) Lynndie England lo perrea feo, tratándolo precisamente como can: desnudo, golpeado, orinado y con correa. De un jalón de la traílla, lo pone a mover la colita.
A últimas fechas, según estadísticas confiables, sobre la población masculina se ha abatido una plaga de malos sueños. Peor aún, estas terribles experiencias al parecer son extrañamente similares, de manera tal que se están conformando auténticas cofradías de machitos asustados por los mismos horrores nocturnos. Si quiere saber si está incluido en tan amedrentado grupo (porque cada quién siempre cree que lo que le ocurre a uno es lo peor), le pasamos la información de cuáles son las pesadillas más recurrentes entre los hombres hechos y derechos y que al parecer son responsables de una inquietante oleada de psicosis entre varones bragados de muy distintos ámbitos sociales, regiones geográficas y ocupaciones. Si usted ha tenido una o más de ellas, necesita algún tipo de auxilio profesional; o al menos tres caballitos de tequila reposado, para el susto. A saber, son:
a) La ex actriz, ex senadora perredista y ex dueña del Teatro Fru Fru Irma “La Tigresa” Serrano, a sus 70 años de edad le exige que le fabrique un hijo… y a ver cómo le hace. Declararse intimidado no lo salvará.
b) Brad Pitt, debido a la polvareda levantada en los alrededores de Troya (Saltillo nunca le prestó a Príamo la recicladora de pavimento), lo confunde con Helena de Troya. ¡Ah, cómo causaban problemas esas aviesas falditas de la antigüedad!
c) La soldado raso (¿o se dirá soldada rasa?) Lynndie England lo perrea feo, tratándolo precisamente como can: desnudo, golpeado, orinado y con correa. De un jalón de la traílla, lo pone a mover la colita.
En realidad, las tres son situaciones escalofriantes. Lo interesante es que la tercera se coló en el imaginario mundial hace muy poco tiempo: cuando aparecieron por todos lados las fotos de la soldado England (¡Inglaterra tenía que ser! ¡La Pérfida Albión!) tratando a prisioneros iraquíes como mascotas, evaluando sus genitales (y hasta eso, dándoles su aprobación) y burlándose de grupos de pobres diablos obligados a hacerle como perros de rancho para la cámara. Que la dignidad de los presos fuera pisoteada ya es grave; que además tomen fotos, el colmo; pero que la estrella de este show porno-sado sea una muchachita de 21 años proveniente de una zona rural, es lo que ha resultado un shock para muchas personas, dentro y fuera de los Estados Unidos. Para acabarla, ahora sabemos que cuando se estaban registrando esas escenas, la jovenzaza se hallaba embarazada: a propósito de la bondad innata de las madres.
En realidad, algunas de las escenas que hemos visto provenientes de la prisión Abu Ghraib se parecen un poquito a lo que ocurre a cada rato en fraternidades y sororities universitarias gringas. O en Mazatlán durante los nefastos spring-breaks. Así que podría pensarse que esos chamacones estaban dándole a los iraquíes un curso rápido de cómo pasársela bien de acuerdo al American Way of Life.
Algunos militares americanos alegan que abusos y excesos ocurren en todas las guerras; que unas cuantas manzanas podridas no descalifican a todo el barril y que cosas mucho peores hacían los esbirros de Saddam en ese mismo escenario. Sólo que, chafas de ellos, sin presencia de cámaras de video o fotográficas.
Aquí la cuestión es que los yanquis se suponía eran los libertadores buenos, los invasores benignos y buena-onda, que le iban a enseñar a los bárbaros árabes cómo comportarse para alcanzar la democracia, respetar los derechos humanos y aprovechar las promociones de La Cajita Feliz. Después de todo, esos soldados (y soldadas) son hijos putativos de una cultura supuestamente tolerante, relativamente bien educados y que han vivido toda su vida en un sistema democrático. Así que, en teoría, poseían todas las ventajas para ser ejemplo y modelo de lo que se espera sea el mundo árabe cuando los chicos de Bush terminen su trabajo (si es que…).
Es por eso que las imágenes de Abu Ghraib son un tremendo golpe a lo poco que restaba de esa imagen en el mundo árabe y una reforzamiento contundente para los antiyanquis del mundo entero: a fin de cuentas, los americanos se comportan igual que todos los conquistadores y ocupantes que en este mundo han sido.
Lo cual, aquí entre nos, no debería sorprendernos. La capacidad humana para infligir daño a sus semejantes es inusitadamente grande y prácticamente universal. Quienes crean que una mejor educación, un ambiente tranquilo y una vida sana y decente son una vacuna eficiente contra la crueldad, la sevicia y la propensión a provocar dolor en el prójimo, deben pensarlo dos veces. El hecho de que una jovencita campirana embarazada se convirtió en una helada vampiresa sado-maso apenas tuvo el poder, la impunidad y la correa en la mano, lo que hace es demostrar una vez más que, existiendo la oportunidad y dadas ciertas circunstancias, cualquiera (y eso nos incluye a usted y a mí, amigo lector) nos podemos convertir en monstruos. De esa falible sustancia está hecha la humana naturaleza.
Y ello quedó más que probado en múltiples instancias durante el siglo en que nacimos y que acaba de terminar.
Tomemos la Segunda Guerra Mundial. La enormidad de los crímenes nazis siempre ha presentado una interrogante: ¿cómo se pudieron alcanzar esos niveles de bestialidad? ¿Cómo pudo un pueblo educado y culto, el que nos dio a Beethoven, a Bach, a Koch y a Goethe, crear Auschwitz y Treblinka?
El Museo del Holocausto en Washington D. C., recinto impresionante si los hay, trata de dar una respuesta. Lo que sea, la exploración es amplia y dolorosa. Pero al terminar de recorrer sus tres pisos (diseñados para que uno camine vicariamente por el Infierno), la verdad es que no hay una respuesta clara; de hecho, la travesía nos deja más interrogantes: ¿Esa ideología demencial y anticivilizatoria, el nazismo, se organizó de manera tal que una pequeña camarilla de fanáticos y burócratas aceitaron y echaron a andar la maquinaria del asesinato masivo? ¿Fueron el poder y la impunidad lo que permitió que el antisemitismo, siempre presente en Europa, se desbordara de tal manera? ¿Cuánta gente común y corriente sabía lo que ocurría en los campos de la muerte? ¿Ayudó el ciudadano ordinario a que sucediera la matanza?
Al respecto un profesor de Harvard, Daniel Jonah Goldhagen, publicó hace ocho años un libro que levantó mucha ámpula: “Los verdugos voluntarios de Hitler: los alemanes ordinarios y el Holocausto”. En él se alega que muchos de los carniceros que ayudaron a ejecutar la “Solución Final” eran personas simples y sencillas, que antes de la guerra desempeñaban trabajos comunes y corrientes y que ni siquiera tenían un fuerte adoctrinamiento en la filosofía nazi. Entre otros, Goldhagen toma como casos de estudio dos batallones de policía (ojo, no de la Wehrmacht), el 65 y el 101, que desarrollaron sus actividades en Polonia, el Báltico y la URSS. Estos batallones estaban encargados de guardar el orden en los territorios ocupados. Ello incluía no sólo aprehender ladrones (allá sí hacen eso, no inventan complots) y manejar el tráfico vehicular, sino el conducir grupos de judíos a los transportes que conducían a las cámaras de gases y realizar periódicas masacres en los poblados a donde llegaban.
Lo interesante es que los elementos componentes de esos batallones no eran endurecidos fanáticos de las SS: en su mayoría eran empleados, artesanos, pequeños comerciantes y burócratas, que por su edad y condición física no habían sido enrolados en el Ejército: los típicos semimaduros con pancita con los que uno cotidianamente departe, bromea y solidariamente menta madres a paraguayos árbitros: gente como usted y yo, pues. Y esta gente fue capaz de realizar crímenes que le ponen a uno el cuero chinito… y con la mano en la cintura. Más aún, pudiendo haber elegido no participar en las ejecuciones, la inmensa mayoría no le hizo el feo a labores como pegarle de balazos en la nuca a mujeres de 50 años y niños de cinco, que no les habían hecho absolutamente nada, ni representaban ningún problema de seguridad.
Y aquí viene lo interesante: Goldhagen argumenta que esos “alemanes ordinarios” actuaban así debido a los efectos de una añeja corriente antisemita, que había deshumanizado y desensibilizado al pueblo alemán y que los nazis no hicieron sino agudizar. Que el nazismo no hubiera tenido el éxito que tuvo en asesinar a millones de inocentes de no ser por el concurso, complacencia y colaboración de esa gente común y corriente, quienes desde niños habían aprendido a odiar al judío (y al eslavo, pero ésa es otra cuestión). Así pues, Hitler contó con sus “verdugos voluntarios”, gente ordinaria, para ejecutar sus vastos planes de exterminio.
Por supuesto, las conclusiones de Goldhagen causaron conmoción no sólo en Alemania, sino en una Europa que no acaba de lavar su mala conciencia de aquellos años. Y así fue que salieron a la luz numerosos estudios, algunos tan antiguos como de los años sesenta, que en conjunto revelaban una verdad contundente: colocados en una circunstancia determinada (de poder, obligados a obedecer órdenes, en situaciones de crisis), independientemente de la escolaridad, religión y etnia, muchos de nosotros seríamos capaces de torturar, humillar y hasta asesinar a un prójimo sin aparentes problemas de conciencia. El Alter Ego, ese conjunto de reglas y límites que nos hacen decentes y “civilizados”, que se supone nos ha ido creando la familia y la sociedad (si es que han cumplido su función, algo más que discutible en muchos casos), sencillamente parece desconectarse y no operar a la hora de la hora. Esto abarcaría, según algunos estudios, hasta a siete de cada diez individuos.
Examine su conciencia el amigo lector y responda: si tuviera la oportunidad de realizar sus más negras fantasías, sabiéndose impune, ¿las pondría en efecto? ¿No le gustaría torturar a su vecino que ha repetido por vigésimo séptima vez “La Negra Tomasa” a todo volumen a las cuatro AM? ¿Qué castigo chino ha pensado en estos cinco días para el árbitro paraguayo mencionado supra? Ah, ¿verdad?
Nada de lo cual disculpa las salvajadas de Abu Ghraib ni mucho menos. Pero nos permite reflexionar sobre la condición humana y los riegos de andarse creyendo moralmente superior a los otros… algo que le pasa con demasiada frecuencia a la derecha fundamentalista cristiana, de la que Bush el Menor es claro representante. Por eso siempre hay que estar alertas con los que dicen tener la Verdad. De los pecadores sé cuidarme; a los santos es a los que hay que huirles.
Consejo no pedido para no caer en tentaciones: A propósito de disfuncionalidades, escuchen “Thick as a brick” (1972) de Jethro Tull, obra seminal del rock progre; lean “Hitler’s willing executioners: Ordinary Germans and the Holocaust, de Goldhagen (Random House, 634 págs. No sé si hay traducción al español; pero batállenle, ¿no?) y vean “La muerte y la doncella” (Death and the maiden, 1994), sobre la relación entre un torturador y su víctima. Dirigida por Roman Polanski, las actuaciones de Ben Kingsley y Sigourney Weaver son apabullantes. Como lo es el alucine de ver a Gandhi torturando a la Teniente Ripley, la Némesis de los Alien.
Provecho.
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