En esta ciudad todos nos conocemos de alguna vez, a veces hasta de alguna temporada; luego, dejamos de vernos y a unos nos parece, al saludarnos nuevamente, como si lo hubiéramos hecho ayer, y a otros casi como si nunca antes lo hubieran hecho. Afortunadamente para mí, que iba en pos de su plática, lo primero fue lo que ocurrió entre Alejandro y yo al darnos un nuevo apretón de manos, después de tantos años de no hacerlo.
Alejandro es uno de esos hombres nacidos para ganarle batallas a la vida; sin embargo, no es eso lo más admirable en él sino su lealtad a los amigos y su diligencia en servir.
Su estudio, al que llegamos de cuatro pasos refleja totalmente a su dueño. Lo decoran, entrando a la derecha, un gran cuadro de su tío abuelo don Venustiano Carranza, y las otras paredes están cubiertas por fotos de aviones de todas las épocas, incluso de los que fueron a la Luna. Lo acaban de llenar un escritorio y aparatos para su ejercicio físico, que no descuida, pues, además a diario, hace largas caminatas, todo lo cual lo mantienen en forma.
Alejandro Cárdenas Carranza que hoy es Capitán Piloto Aviador y Asesor Técnico de Aviación, nació el 12 de diciembre de 1922 en Piedras Negras, Coahuila. Es también guadalupano, pues. Fueron sus padres Alejandro Patricio Cárdenas y Acacia Carranza, quienes como entonces no había en Piedras Negras un pediatra confiable, en cuanto pudieron mover sin problemas al recién nacido lo llevaron con el doctor Braulio Montemayor de Eagle Pass.
Así las cosas Alejandro al cumplir sus seis años tuvo que dedicar a su educación el tiempo necesario, que antes se le iba sólo en jugar. Su primaria la hizo en la escuela Instituto del Pueblo, y en la secundaria, su secundaria y preparatoria. Su inglés lo estudió en la High School de Corpus Christie, Texas, donde le llamaron más que nada por el nombre de ?El Güero?, que se le quedó.
Sus juegos preferidos fueron el futbol americano y el box. En su casa su padre le tenía, sobre todo, lo necesario para la práctica del box, incluido el cuadrilátero. Y resultó que un día, al salir del cine, se hizo de palabras con un bolero, pero, consciente, de que podía propinarle una buena paliza, él al bolero, ?lo tiró a lucas? y siguió a su casa que estaba enfrente.
El problema fue que su señor padre desde el balcón vio todo, y cuando llegó lo estaba esperando para decirle que, los pleitos no se inician, pero, cuando esto sucede hay que llegar al final, así que, como según lo que él había visto, él, Alejandro, se había ?rajado? debía volver a donde estaba el bolero para terminar las cosas como debían terminar.
Alejandro lo único que obtuvo de su papá fue que el pleito no fuera en la calle, sino en su casa, en el corral, donde estaba instalado el ring. Volvió, pues, con el bolero, le explicó la situación al bolero y se la hizo atractiva, pues le dijo que sería como si fueran boxeadores, arriba de un ring y con guantes. Por supuesto, ganó el pleito, pero también el bolero la novedad de todo aquello. Por aquellos tiempos Alejandro tiraba también la jabalina y corría la milla.
Bueno, pues por eso, aguantó como aguantó, lo que le vino después y está como está a sus 82 años. Pero, por entonces, en enero de 1943, tenía 21 años, el presidente de Norteamérica, Franklin Roosevelt se había reunido en Casablanca, Marruecos, con Charles de Gaulle y Winston Churchill para estudiar la estrategia de las siguientes fases de la guerra europea, acordando exigir la rendición incondicional de Alemania.
Alejandro, que moralmente se sentía en deuda con el país vecino, pues allá había hecho todos sus estudios, decidió sumarse a los jóvenes que se registraban para hacer su servicio militar, y así comenzó a saber el poder que en aquel ejército tienen los sargentos y los mismos cabos. Entró, pues, al servicio militar. Lo mandaron a entrenarse al Fuerte de San Antonio y al de Sam Houston, donde en el Pandolpa Field le hacían hacer calistenia y carreras de obstáculos que no eran cosa de risa, pero le fortalecían aún más y le daban mayor disciplina.
Por fin, cuando acabó todo ese entrenamiento y le hicieron su examen de aptitudes, lo escogieron para la fuerza aérea, en la que él hasta entonces no había pensado, y para estar listo como aviador tenía que completar 60 horas de vuelo. Su entrenamiento incluía su formación, navegación, aterrizaje y acrobacia.
Recordando todo esto Alejandro se entusiasma, habla de los aviones que ha volado como si hablara de mujeres de las que se hubiera enamorado, ellos seguramente han de haber sido y serán el rival de toda su vida de casados de Estelita, su bella esposa. Recordándolos ya no puedo alcanzarlo: El BT?13, el AT?6, en los que entrenó. Y ya en la guerra, en la que participó: el P?51, Mustang, el P?38 de dos turbinas, el P?47, Republic, ambos americanos, y el inglés Spitfire Huracane, y el alemán ME?109 Messerschmit y el FW?190 Focker.
En Topeka, Kansas, fueron reunidos para formar una tripulación. Escogieron diez tripulantes para el Bombardero B?24, entre los cuales uno era él. Lo cargaron de tanques que llevaron hasta el otro lado del Atlántico, haciendo un alto en Goose Bay, Labrador, donde hicieron preparativos de dos días y luego hacer un vuelo de ocho horas hasta Rayjkavik en Islandia, para luego seguir hasta Belfast, Irlanda, finalizando en Norwich, Inglaterra. Dicho bombardero pertenecía a la 8ª. Fuerza Aérea, la más grande del mundo.
Alejandro participó, pues, en la guerra. En ella estaba el famoso día D., del desembarco, el seis de junio de 1944. El 18 de ese mes lo mandaron a bombardear la estación del ferrocarril. Y supo lo que eran los cañones antiaéreos de Berlín defendiendo aquella ciudad, al mismo tiempo que sus cazas, que parecía que no tenían nada más en quien gastar sus balas, sólo a él, fue atacado desde la tierra y desde el aire. Llevaban siete mil libras de bombas incendiarias de tres tipos, máscara, oxígeno, volaban a una altura en que la temperatura era de 20 bajo cero, cuando un motor se le incendió.
No hubo más remedio que dejar el avión y la orden fue dada: ¡A tirarse todos! De película sin darse cuenta. Retrasar la apertura del paracaídas lo más posible para no convertirse en blanco de los cazas. Cayeron cerca de Kiel, Alemania, cerca del Báltico. Los llevaron prisioneros a Stalaglufk, un campamento, donde los racionaron no a pan y agua sino a papa, una diaria, sin nada más.
Entre los que allí fueron prisioneros estaba otro mexicano, Felipe Múzquiz y otro joven guatemalteco. Durante ocho meses fueron prisioneros de guerra. Luego los llevaron de Kiel a Luxemburgo a pie, ¡1250 kilómetros!, hasta que el 2 de mayo de 1945 un cuerpo de tanques los liberó. En Bruselas les dieron francos en una equivalencia de 100 dólares, con lo que se fueron a Namour y luego a París. De allí irían a Inglaterra y Nueva York como ex prisioneros de guerra bajo control de Estados Unidos, con 60 días de vacaciones.
Lo que pasaron como prisioneros de guerra fue de miedo. Alejandro conoció el hambre, la sed, la suciedad, el gesto de asco de los demás al verlo, y más todavía al olerlo. Cuando se dio el primer baño después de aquellos ocho meses, de prisión, su jabón no hacía espuma, y al quejarse del jabón, pidiendo otro le aclaraban: sigue enjabonándote hasta que lo consigas, porque la costra de mugre que traes es muy gruesa. Y era cierto. Pero, todo esto le hizo conocer, también, la generosidad, la compasión, la misericordia, la tolerancia, la dulzura, la buena fe, de muchos seres humanos, y le desarrolló su buen humor y el amor por los demás.
Olvidado el horror de la guerra, en 1948 vino a Torreón, hace 55 años. Tenía entonces 26 años de edad y estaba lleno, igual que ahora, de ilusiones, aunque éstas sean diferentes a aquéllas, pues cada edad tiene las suyas.
La ciudad en sí le gustó, pero, lo mejor fue que en una de sus andanzas por nuestras calles, precisamente para conocer la ciudad, tropezó con el local de la fotografía de Julio Sosa en cuyo aparador se exhibía una fotografía de Estela Sáenz Larriva, y verla y quedarse prendado de ella fue todo uno.
Entró al local y preguntó quién era ella, y cuando se lo dijeron y, a su vez, le preguntaron por qué quería saberlo, les contestó que porque la había andado buscando toda su vida para casarse con ella. Y cuando le dijeron que qué si tenía novio, a su manera les dijo: que si para casarse con ella era necesario también casarse con él, sin dudarlo un momento lo haría. No le fue fácil localizarla, pero no faltó una amiga común que, al fin los presentara. Menos fácil fue que lo aceptara, que hablara con él, pero unas vueltas a la plaza, que entonces era lo usual, y el convencimiento de ella de que Alejandro era una buena persona allanaron las iniciales dificultades, casándose el 29 de diciembre de 1949, formando una familia de cuatro hijos: María Estela, María Angelita, Alejandro y Laura Alicia.
Desde su llegada en 1948 se había conectado con Mariano Peña, a quien le hizo la pregunta directa de por qué la fumigación de sus negocios agrícolas se las hacían fumigadores americanos y no mexicanos, a lo que el señor Peña le dijo que porque los aviadores mexicanos no tenían aviones. Cómo que no, le dijo Alejandro: yo soy mexicano y yo tengo aviones y aviadores. Quedaron de verse el lunes de la semana siguiente. Alejandro se fue directamente a la Ciudad de México: allá compró los seis aviones que necesitaba y se trajo los aviadores necesarios, que en cuanto se enteraron que andaba en eso se pusieron al habla con él.
Y ésta es, a grandes rasgos, la semblanza de un inquieto y singular lagunero a quien el destino le ha hecho vivir más de una vida, ambas apasionadas: el amor por su esposa y su vocación por el vuelo, que lo han hecho uno de LOS NUESTROS.