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Los que quieren, no pueden... / Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Lo prometido es deuda: habíamos quedado de hablar (bueno, escribir) un poco acerca de los infructuosos esfuerzos de Turquía por pertenecer a Europa (en todo el sentido de la(s) palabra(s)), de por qué les hacen el feo, y algunas implicaciones que, no muy tangencialmente, nos tocan a los mexicanos.

Como ya comentábamos el domingo pasado, los turcos otomanos (hay otras familias de turcos, la mayoría asentados en Asia Central), belicoso pueblo musulmán, entró a Europa a la Malagueña: aprovechándose de la debilidad del otrora glorioso Imperio Bizantino, en el siglo XIV brincó de Asia Menor a los Balcanes y procedió a conquistar a sangre y fuego esa península del sudeste europeo. Durante el proceso barrió al ejército serbio en la llamada batalla de Kosovo, en 1389. Seis siglos después, no pocos serbios empezaron a asesinar a sus vecinos musulmanes, alegando estarse cobrando venganza de aquel desastre. Hay memorias muuuuuy largas en esos lares.

Como veíamos hace siete días, los otomanos llegaron a sitiar Viena en 1529 (de hecho lo hicieron dos veces; la segunda fue en 1683), amenazando a toda la Europa cristiana. Fracasaron y ahí se acabó el peligro inmediato: los turcos no lograron colarse al corazón del continente. Más delante, en la batalla de Lepanto de 1571, su poder naval en el Mediterráneo fue hecho añicos por una coalición cristiana conducida por don Juan de Austria (una bala perdida de Carlos V; sí, me encanta el chisme), refriega en la que intervino y quedó lisiado un tal Miguel de Cervantes Saavedra. Sin embargo, los turcos mantuvieron una presencia continua en los Balcanes durante otros 400 años, pegándole algunos sustos a la cristiandad de vez en cuando. En esos siglos, a muchos niños europeos se les amenazaba con la llegada del Gran Turco (en vez del Coco o del Viejo del Costal) si no dejaban de jorobar y se iban a dormir temprano. A falta de soviéticos o nazis, los turcos eran el monstrum horrendum, la paradigmática bestia peluda y de babas verdes, de Europa.

También en ese lapso, algunas poblaciones (fundamentalmente en Bosnia, Kosovo y Bulgaria) optaron por asumir la religión islámica, aunque la mayoría de los súbditos de La Sublime Puerta (como era llamado el trono otomano) eran cristianos ortodoxos… y dejen ustedes lo ortodoxos: lo rencorosos. Lo que querían era zafarse cuanto antes de un poder que consideraban intolerable… pero que todavía podía pegar buenos macanazos cortesía de los jenízaros, las tropas de élite del ejército turco.

La oportunidad se presentó durante el siglo XIX. Como suele ocurrir con esos estados, el Imperio Otomano siguió un lento, largo e irrefrenable proceso de decadencia. Al empezar los 1800’s, los griegos se rebelaron y obtuvieron su independencia (equipados en parte con las armas compradas con el dinero producto de los libros de poemas de Lord Byron… para quien diga que la poesía no sirve como munición). Serbios, rumanos y búlgaros siguieron su ejemplo medio siglo después. Ya en 1908 Austria-Hungría se agandalló vilmente Bosnia-Herzegovina (en cuya capital Sarajevo, ciudad salada por excelencia, moriría Francisco Fernando de Habsburgo, el primero de millones de muertos de la Gran Guerra). Para entonces, todo mundo se refería al Imperio Otomano como El Viejo Enfermo. Para apoyarse en alguien, este émulo geopolítico de Fidel Velásquez se echó en brazos de los alemanes, que le prometieron una transfusión. Lo único que consiguieron fue entrar a la Primera Guerra Mundial en 1914, del lado de los perdedores. Para eliminar posibles enemigos internos y aprovechando la polvareda levantada por la conflagración, los turcos llevaron a cabo el primer gran genocidio del Siglo XX: masacraron a más de un millón y medio de armenios cristianos entre 1915 y 1917. Digo, la fama de malditos se la ganaron a pulso.

Como también le ocurriera a Austria-Hungría y Rusia, la guerra fue una prueba tan fuerte y estaban tan mal preparados para afrontarla, que los otomanos vieron cómo se desintegraba su imperio incluso antes de la derrota definitiva: los pueblos árabes, a los que habían tenido sometidos durante siglos (y que por lo mismo detestan a los turcos) se independizaron, apoyados en parte por un tal T. E. Lawrence (sí, se parecía notablemente a Peter O’Toole); con ello los turcos perdieron el control de Jerusalén y La Meca, con todo lo que ello implica en el mundo musulmán. Los kurdos coquetearon con la creación de un país propio. Los griegos trataron de agenciarse la costa asiática del Mar Egeo. En 1922 el antes poderoso imperio estaba en vías de colapsarse por completo.

Pero fue entonces que surgió su salvador: el general Mustafá Kemal (luego llamado Atatürk, “el Padre de los Turcos”). Éste asumió el control y no se anduvo con chiquitas: sometió a los kurdos, expulsó a los griegos de la Jonia (en donde llevaban 3,000 años) y, lo más importante (y relevante para nosotros): comprendió que la nueva Turquía únicamente tendría futuro, dejaría de ser perreada, si y sólo si se modernizaba y ¡se hacía europea! A olvidarse de las tradiciones, usos y costumbres antiguas: había que adaptarse a los nuevos tiempos.

Atatürk empezó creando una república laica: prácticamente la única digna de ese nombre en el mundo musulmán. Como parte de su amplio programa de modernización le concedió el voto a la mujer, entre muchos otros derechos políticos y legales (Sí, las turcas pudieron votar un cuarto de siglo antes que las mexicanas… y ya ha habido una Primera Ministra turca hasta guapetona, Tansu Ciller). Para europeizar la cultura y la educación, Atatürk ordenó cambiar el alfabeto que se había usado durante siglos, del árabe (que no se adaptaba muy bien al idioma turco, de cualquier manera) al latino (o sea, el que está leyendo usted en este momento… y que hasta la fecha no usan algunos pueblos europeos). Para atacar el tradicionalismo, prohibió el uso del fez (el gorrito simpático que usa Moroco Topo), que portaban prácticamente todos los varones, en favor de los sombreros con ala típicos de Europa. Total, una auténtica revolución modernizadora (esto es “occidentalizadora”). En una generación Turquía se volvió el más occidental de los países no occidentales. Desde entonces la vocación turca (al menos, de los gobernantes turcos) es integrarse a Europa como uno más en un grupo de iguales. Para ellos es un orgullo y justo reconocimiento el jugar en la Copa Europea de Naciones… y en la anterior llegaron a semifinales.

Claro que Turquía no es Dinamarca: el ejército sigue siendo un poder a considerar a nivel político y cuando hay inestabilidad, los militares suelen recurrir al golpe del grito de “quítate que ahí voy” para restablecer el orden. Turquía tiene todavía amplias capas de su población viviendo en la pobreza; su récord en derechos humanos es bastante lamentable y una quinta parte de la población, la etnia kurda, es fuertemente reprimida para que no anden con veleidades independentistas.

Todo lo cual es el pretexto para que muchos europeos le pongan cara de fuchi a la pretensión turca de ingresar a la Unión Europea, intentona que ha fracasado ya en dos ocasiones. Y es que, claro, la UE no ve con buenos ojos que ingrese al club un país donde puede haber un golpe militar en cualquier momento; donde la tortura sigue siendo la norma por parte de las fuerzas de seguridad (¿se acuerdan de “Expreso de medianoche” (Midnight Express, 1978), primer guión de Oliver Stone?) y en el que una minoría sigue siendo reprimida cotidianamente. Eso no es muy civilizado ni europeo, alegan quienes insisten en que los turcos, esos cocos del pasado, no pertenecen a la Europa cristiana… aunque en el borrador del proyecto constitucional europeo, por cierto, se omitió esa referencia a la principal fuerza cultural del continente. Burradas de la corrección política.

El problema es que ya los malacostumbraron: muchos turcos tienen parentela viviendo en Alemania y en este último país alrededor de un seis por ciento de la población tiene esa ascendencia. Ello, por los miles de turcos que llegaron al país teutón en los sesenta y setenta como braceros, los cuales se quedaron ahí y/o tuvieron descendencia en la Germania. No sé si se acuerden que en la pasada Olimpiada hubo un boxeador alemán llamado Mustafá Abdul o algo por el estilo: miembro de la primera generación turca nacida en Hannover.

Más aún: Turquía es miembro de la OTAN, el escudo defensivo de Estados Unidos y Europa Occidental durante la Guerra Fría y más allá. Turquía era y es un aliado valiosísimo para EUA por razones estratégicas: controla la única conexión entre el Mar Negro y el Mediterráneo… por tanto, la única salida de Rusia hacia esa posición clave. A través de Turquía pueden pasar en un futuro los oleoductos que saquen el petróleo del Mar Caspio. Turquía hace frontera con el inestable Cáucaso, con Siria, con Irán y con Irak. La base aérea de Incirlik es, en estos momentos, la más importante para el despliegue militar americano en todo el mundo. Además, en un mundo musulmán hostil a EUA, por decir lo menos, Turquía se muestra amigable con los gabachos y anula a sus fundamentalistas con particular gusto y contento.

No es de extrañar, pues, que Turquía sea miembro de la OCDE, el grupo de los 24 países más desarrollados… en el que también se incluye a México. EUA presionó para que se admitiera a ambos países, superimportantes para la Unión Americana en términos geopolíticos, en el Club de los Ricos. Hasta donde sé, ni canapés hemos gorreado en tan selecto lugar.

Sabiendo su importancia crítica, Turquía ha presionado para que se le acepte como un europeo más. La cuestión es que, ya lo sabemos, una cosa es lo que piensan los americanos y otra muy distinta lo que se les ocurre a sus “aliados” europeos. La verdad, a muchos habitantes de países que dicen aborrecer el racismo, el darle libertad de tránsito a los ciudadanos turcos (derecho que tiene todo aquél con pasaporte comunitario) les produce escalofríos galopantes. Pero tarde o temprano tendrán que apechugar esa realidad.

Mientras tanto, México se ha vinculado económicamente con EUA y Canadá, pero sigue manifestando una enorme reticencia a admitir que en esa relación se encuentra el futuro. Sea por los sentimientos ambivalentes que se tienen hacia nuestros vecinos del norte, sea por resabios de un nacionalismo en franco retroceso (por lo desfasado con el siglo XXI), el concebirnos como parte de un sistema con el predominio de una cultura fundamentalmente sajona y protestante nos sigue incomodando. Pero ojo: nos guste o no, somos más Norteamérica que Sudamérica; somos más Occidente cristiano que mítica Arcadia indígena. México tendrá que tomar una decisión en esta generación o en la próxima. Y mientras más nos tardemos… creo que más nos atrasaremos. No nos vaya a ocurrir como a los turcos, que cuando queramos ya no podamos. Aunque como ya nos lo advirtió el señor Bush: el sueño americano lo tendremos que buscar en nuestra propia cama, no por allá. A ver cómo le hacemos para soñar.

Consejo no pedido para no sentirse relegado: Escuchen “Rondó azul a la turca”, de Dave Brubeck; vean “Ararat” (2002) de Atom Egoyan, que riza el rizo acerca del genocidio armenio y lean “De parte de la princesa muerta”, de Kénizé Mourad, llegadora novela sobre las desventuras de una víctima de la desintegración del Imperio Otomano. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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