Alguien lo dijo antes, las ciudades en este país se han ido convirtiendo en una selva sobre asfalto. Han ido creciendo, desde mediados de la centuria pasada, hasta llegar a convertirse en monstruosos núcleos de aglomerados habitantes. Es entendible que, al parejo del crecimiento desmedido de estas metrópolis, se hayan rezagado los servicios públicos. En el renglón de seguridad pública lo poco que se ha hecho no ha tenido el éxito esperado en disminuir los actos delictivos.
Los reclusorios son insuficientes para dar cabida a tantos fascinerosos que, al ser capturados, permanecen hacinados como fieras en sus jaulas. Los cerebros que han escudriñado en estos asuntos, buscando solucionar el problema que representa para las familias el solo salir a las calles, han encontrado, como única solución viable, la de aumentar las penas de prisión como amenaza persuasiva pendiendo sobre la cabeza de los malhechores.
La ciudad de México es pionera en vicios que surgen en materia de distribución demográfica, contribuyendo a ello la migración en oleadas de provincianos que van en busca de mejores condiciones de vida. Es el espejo de lo que nos espera a los que vivimos en el interior de la República, en un futuro no muy lejano. Un apretujamiento de familias de distinta posición social en que es fácil advertir un distanciamiento entre los pocos que cuentan con todas las comodidades que el dinero puede proporcionar y un amplio estrato social en que priva la miseria, acompañada de una falta absoluta de oportunidades. Los que han nacido pobres les heredarán, con parvedad patrimonial, más de lo mismo a sus descendientes.
En estos días se organiza una marcha en la antigua Tenochtitlán dirigida a protestar en contra de las autoridades que permiten, con su lenidad, que los secuestros de los ciudadanos estén a la orden del día. Es en un centro comercial, lujosas tiendas, donde se han agudizado las agresiones que ponen los pelos de punta por el miedo que causan las malhadadas acciones de los delincuentes. Las gentes decentes -y pudientes- pronto saldrán a las calles a manifestarse porque es su derecho, nadie se los niega, en contra de sus autoridades que no han podido o no han querido acabar con esta pandemia de crímenes. Es posible y deseable que quienes están obligados a perseguir a estos réprobos sociales logren atraparlos encerrándoles tras las rejas.
No obstante, el atiborrar los calabozos de maleantes será apenas como aplicar un paño caliente encima de un paciente al que le han descerrajado la carga de una pistola. Hay que ir al meollo del asunto. ¿Qué provoca prolifere la delincuencia? ¿Es acaso la desesperación? Mientras caminemos cerrando los ojos no iremos a ningún lado. Los órganos visuales clausurados para no darnos cuenta de lo que ocurre a nuestro alrededor puede hacernos tropezar como sociedad. Lo dice el viejo proverbio, no hay peor ciego que el que no quiere ver. En fin, sea por Dios y venga más. La desigualdad social en que vive este país debería darnos asco. Esto último lo digo por más que a las buenas conciencias pueda parecerles peripatético o melodramático.