A don Vicente Salas Cárdenas,
hombre del riel y del toro…
¿Qué pasó con el tren de pasajeros? ¿Dónde quedaron, a dónde fueron a dar aquellos fuertes y hermosos medios de transporte que usábamos los coahuilenses para ir de Saltillo a México, de Saltillo a Piedras Negras y puntos intermedios, de Saltillo a Torreón y de Torreón a Parras y a esta capital, con cierta seguridad pero no siempre con puntualidad? De repente nadie supo qué sucedió con ellos y sólo nos quedaron el recuerdo y la nostalgia.
Los trenes marcaron las vidas de muchas generaciones de mexicanos con su olor a viejo. Evocarlos es como entrar en el túnel del tiempo: por cortos que fueran, los traslados resultaban extenuantes: siempre con aquellas largas demoras en las estaciones que cumplían dos ritos: rellenar con agua limpia el depósito de la máquina de vapor y repletar a los famélicos pasajeros de sabrosos tacos de asado y barbacoa deshebrada vendidos a la orilla de los rieles por algunas laboriosas mujeres campesinas, pioneras de la actual corresponsabilidad conyugal.
Ya no existen aquellos trenes mixtos de pasajeros y carga, ni las máquinas de vapor que los remolcaban, ni el recordado agente de publicaciones que acicateaba la gula y la curiosidad infantil con su expendio de dulces y sodas, Chamacos y Pepines, Supermanes, Spirits, los Burrón y otros deslumbrantes leíbles y consumibles de los años 30, 40 y 50 del siglo XX.
Después los Gobiernos de la Revolución abrirían nuevas vías para el transporte, las carreteras. Los trenes empezaron a perder prestigio ante una exigente sociedad que desesperaba ante la lentitud ferroviaria y prefería los recién venidos omnibuses que eran, relativamente, más veloces. Se había olvidado que, previo al advenimiento del ferrocarril, el transporte en diligencias y conductas era más lento y peligroso. La amnesia incluía los aplausos que prodigaron sus manos y las de otros mexicanos curiosos al paso de los primeros convoyes de fierro que antaño habían cruzado la soledad de los caminos dieciochescos con un lento y constante traca–traca–traca, premonitorio del progreso que esperaba a México.
El ferrocarril fue, si duda, el gran producto público del Gobierno de don Porfirio Díaz para promover la unidad nacional (y también su control, no faltaba más) pues al intercomunicar las regiones se contribuía a la seguridad y al desarrollo económico de toda la nación. Este adelanto beneficiaba al país entero: Las personas viajaban en los trenes desde las zonas rurales a las ciudades; lo mismo a consultar médicos que a estudiar una profesión o conseguir empleo, vender productos agrícolas o comprar manufacturas.
El comercio interno se revitalizó con el ferrocarril. Nunca antes, nunca después, hubo un mejor servicio de correo. El servicio postal mexicano llevaba y traía todo género de epístolas y paquetería. En los pueblos se abandonaban, por innecesarias, la crianza y el adiestramiento de palomas mensajeras (con el concomitante exterminio de “gorupos” en los corrales) y la antigua y a veces pervertida actividad de recadero confidencial. En bien de la seguridad nacional era posible trasladar con celeridad, desde los cuarteles militares, a los pelotones de Infantería rumbo a zonas en que fuera urgente la pacificación de pueblos alborotados. Hasta los regimientos de dragones galopaban al ritmo de los tiempos, pues los convoyes ferroviarios disponían de vagones especialmente construidos para transportar cualquier especie de semovientes, en tanto que los respectivos jinetes viajaban en incómodos coches de segunda dotados con asientos de madera. Antes, en el último tercio del siglo XIX, profileraron las gavillas de bandoleros que veían la oportunidad de modernizarse perpetrando jugosos asaltos a los trenes, para “despelucar” a los viajeros y también, si se podía, al vagón en que iban el express y el correo. Cavilarían los delincuentes que si ya tenían experiencia en asaltar a los pasajeros de las diligencias, ¿por qué no hacer lo mismo con los armatostes de pesado hierro que se arrastraban sobre las paralelas de hierro por más vigilados que viajaran? Sus caballos eran más veloces y manejables que aquellos armatostes del diablo que “resollaban por arriba”. Qué fácil resultaba inmovilizarlos al levantar algunos tramos de rieles, abordar la máquina de vapor y desarmar a los soldados de Infantería que iban tanto en el coche inmediato como en el cabús… ¡Y vaya que lo hicieron con éxito repetido!…
Los primeros robos de trenes en México se registran durante la guerra de Intervención Francesa y en los años de la República Restaurada. Recuérdese que el proyecto de construcción del Ferrocarril Mexicano data de 1837 para la línea Veracruz––Ciudad de México. Uno de los cabecillas especializados en este tipo de “hazañas” era un tal José Mosqueda, quien se atrevió a cruzar el Río Grande para robar un tren de pasajeros en territorio texano, cerca de Brownsville; allí resultó capturado por Santiago Brito, el marshall de dicha ciudad, aunque el botín del asalto jamás apareció. De ahí nació la sobada excusa policíaca: “los rateros huyeron y el botín no fue recuperado”, la sempiterna impunidad…
Hoy los trenes sólo funcionan en México para el transporte de cosas. Los concesionarios del servicio ferroviario nada quisieron saber del transporte de personas; sin ninguna mala leche: tendrían que haber hecho grandes inversiones para rehabilitar el equipo existente o para comprar vagones nuevos. La flexibilidad y economía del transporte por autobús sobre las carreteras constituirían una competencia invencible.
Así que si usted quiere revivir sus viajes por tren, tiene que ir a Europa y subirse a un ferrocarril como el de Madrid a Alcalá de Henares. Aquí, han pasado a ser parte de la historia y de las reminiscencias familiares romanticonas; como éstas…