Está uno acostumbrado a que nuestro Presidente salga con cada ocurrencia, sacada de su propio coleto, por supuesto salpicada con su natural simpatía, que si cualquier otro político la dijera lo menos que podría pasarle es que se arruinara para siempre su carrera política. En esas ocasiones suele enseñar una escasa erudición, como la que comentaba ayer el periodista Miguel Angel Granados Chapa en estas mismas páginas, refiriéndose a los gazapos en que incurre el Presidente, al mentar el verbo trasquilar con el agregado de una ene. La poca sabiduría que sale de sus expresiones no podía ser de otra manera que la de un hombre de campo, con una muy limitada cultura, que lo ha hecho, en ocasiones, dar uno que otro traspié. Es, lo hemos dicho antes, un hombre bueno, que se halla en un atolón coralífero en medio de un mar picado, rodeado de tiburones. Da la impresión de que no se da cuenta de lo que acontece a su alrededor, ni de sus deslices léxicos, lo que en vez de desmerecer ante los ojos de los demás es lo que le ha valido una popularidad que no se explicaría de otro modo a estas alturas de su gestión administrativa. La ciudadanía prefiere a ese hombre aunque no atine a jalar las riendas de los caballos, dejando que la carreta se mueva a tumbos, sin derrotero definido, a aquellos otros hombres embozados, que más parecían salteadores de caminos que conductores de un país, cuyo mayor mérito era la demagogia y el escamoteo.
Es tal su falta de visión política que en estos primeros días del año, al hablar de sí mismo, aseguró que mantiene sus niveles de popularidad, incluso superando la del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, al que debería considerar como el reverso de una tendencia política que carece de parangón con la que sustenta nuestro Presidente. Es obvio que su subconsciente lo traicionó y mencionó al mandatario que su instinto le dice goza de fama, es respetado, admirado y se ha hecho de una reputación de político que sabe manejar tanto a las masas populares como a sectores recalcitrantes que de principio lo rechazaban porque emanaba de una clase social distinta; brincos diera Vicente Fox porque su popularidad estuviera sustentada en una vida forjada en el crisol de las luchas sociales. La distancia, entre uno y otro, es abismal. Aquél es de veras un líder con un gran arrastre popular, basado en un trabajo de varios lustros que se ha ganado a pulso el apoyo de las masas más pobres y marginadas del Brasil. El de aquí no pasa de ser un fenómeno coyuntural que aprovechó el concurso de circunstancias favorables para treparse al poder. Una vez ahí, no ha sabido qué hacer. La gente estaba hasta el cogote de políticos hábiles para la transa, la chapucería y el embelecamiento; era la hora de cambiar la charlatanería por una cara distinta, cualquiera que fuera.
Llama la atención la aseveración que hace nuestro mandatario federal de que atendiendo al programa US-Visit, resultado de la alarma naranja, las autoridades mexicanas se coordinan con agentes policíacos de Estados Unidos en el combate al terrorismo, lo que en la práctica se ha traducido en un hacer lo que ellos dicen sin posibilidad de chistar. Véase si no. Los mexicanos que viajan al vecino país son sometidos a un proceso denigrante, levantándole a cada uno, su ficha signaléctica, como la que se hace cuando se registra en los records criminales a los convictos por un delito, tomando sus fotos y huellas dactilares. En un país “amigo” nuestros compatriotas, turistas y hombres de negocios, son feamente humillados bajo el pretexto de que hay que combatir el terrorismo. El presidente Vicente Fox otorga su asentimiento, tan es así que Tom Ridge, encargado de la seguridad interna, al expresar que el Gobierno mexicano es muy servicial, deja en claro la vocación de nuestro Gobierno a prosternarse. El juez federal, Julier Sebastiao da Silva, ordenó que los ciudadanos norteamericanos que arriban por vía aérea al Brasil, reciban el mismo tratamiento que les dan a sus nacionales allá en gringolandia. Hay aquí una diferencia de estilo, entre cariocas y aztecas, que deja mal parada en su comparación la actitud ciertamente blandengue de nuestro Gobierno en tanto, se sabe ahora, los brasileños usan pantalones bien fajados.
La ventaja de Fox es que su ánimo no menguará en los próximos años. El de Lula da Silva es probable que vaya rumbo al naufragio. No se olvide que, a Fox, los sectores más reaccionarios de nuestro país lo apoyan porque lo identifican como uno de los suyos. En el caso de Lula irá de atorón en atorón hasta que sus medidas en beneficio de los más necesitados cansen la paciencia de quienes dirigen el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional o que haya el peligro de que, si termina su mandato, imponga una escuela de tendencias marxistas. El presidente Fox representa a las clases conservadoras que no pueden permitir que fracase, por lo que, a querer o no, le darán la oportunidad de continuar mientras posea esa aureola de caballero a la antigua, cuya palabra es del todo confiable para una gran cantidad de mexicanos.