Aquel músico soñó una melodía de inefable belleza, más hermosa que las más bellas melodías de Mozart. Cuando despertó, sin embargo, no pudo recordarla.
Pasaron muchos años, y otra vez la volvió a soñar. Abrió los ojos para evitar que la melodía se le escapara, pero sus ojos fueron puerta por donde huyó de nuevo la música preciosa.
Desesperado, pensó el hombre que jamás podría escribir las notas de aquella melodía. Pero pasó el tiempo, y otra noche la soñó, más bella aún. Tuvo miedo de abrir los ojos, pues con la luz escaparía quizá la música preciosa. Los abrió, sin embargo. Todo era luz. Pero la melodía no se fue. El hombre, la melodía y la luz eran ahora una misma cosa.