Yo amo a las plantas con un humilde amor. Sean brizna de hierba que cantó Whitman o sequoia gigante que asombró a Muir, las plantas son un prodigio ante el cual deberíamos quedar en silencio, reverentes, como ante una majestuosa catedral.
¡Cuántas lecciones nos dan nuestros hermanos vegetales! No corren, como nosotros: sin moverse de su lugar hacen el bien. Y son callados; ni siquiera se quejan cuando los hiere el rayo de Dios o el hacha de los hombres.
Ya seamos pequeños como la hoja más pequeña, o grandes como el árbol más grande, deberíamos aprender las virtudes de las plantas, esas criaturas amorosas hechas de tierra y luz de sol. Como ellas -sin prisas y sin ruido- deberíamos dar la flor, la sombra, el fruto, sin esperar otra cosa que lo que ellas esperan: retornar otra vez, cumplida la jornada, a la tierra y la luz.
¡Hasta mañana!...