Yo tengo una montaña. Es mía porque la miro. Cuando la estoy mirando no tiene ningún otro dueño más que yo.
En mi montaña las palmas han echado flores, y las biznagas también, y los nopales. Esas flores son rojas y amarillas, son blancas y moradas. Parece que el monte está condecorado: su verde uniforme luce medallas coloridas, veneras irisadas, escarapelas rutilantes. Comparado con mi montaña florecida uno de aquellos viejos dictadores militares cubiertos de quincalla es un nudista pálido.
También voy florecido yo por dentro, también soy una caja de colores. Reverdecido estoy, rerojecido, remorado y reamarillecido. Igual que es mía la montaña, porque la veo, seré de quien me mire. Mírame tú, mujer amada, pues no tengo otro dueño más que tú.
¡Hasta mañana!...