Yo amo a la Ciudad de México. Tierna giganta, la capital de mi país es a un tiempo temible y adorable. Para mí no ha tenido jamás sino violentas dulcedumbres. La viví de estudiante, y la revivo ahora que tantas veces voy, andante de la legua, a esa gran suma de soledades.
Jamás me deja la ciudad sin un regalo. El último que me hizo fue maravilloso. Camino del aeropuerto, de repente, al ir subiendo el automóvil un paso a desnivel, volví la vista a la derecha sin saber por qué y se me presentó la Mujer Dormida con su inocente desnudez cubierta por un crepúsculo sensual. Ardía en rojos el albo cuerpo de la montaña. Un instante nomás duró el prodigio, pero un instante eterno. Si en la hora final me pasa frente a los ojos ese largo desfile de milagros que es mi vida, por ahí pasará la fugaz, duradera visión de la mujer de nieve acariciada por las llamas.
¡Hasta mañana!...