Hollywood tiene la discutible virtud de hacer famosos a personajes y hechos que de otra manera permanecerían en la más completa oscuridad para la mayoría del culto público, sea éste mexicano, nigeriano o punjabí. Si se fijan, algo así ocurrió con el trágico viaje inaugural del “Titanic”: hace seis años, quienes sabían lo que le había ocurrido al trasatlántico eran un porcentaje muy reducido de la población (al menos de la instalada en tierra firme). Pero gracias a las panfiladas de Leonardo Di Caprio y Kate Winslett, una buena proporción de la humanidad se sigue resfriando nada más de pensar en las frías aguas del Atlántico Norte y no faltó quien pidiera música de violines mientras se hundía la trajinera que había rentado en Xochimilco para festejar el cumpleaños del compadre Juancho.
En todo caso, no está mal que ese vehículo (el cine, no la trajinera) sirva para entrar en contacto con usos, costumbres y culturas hasta ahora ignotas. En un mundo que cada vez se nos hace más chiquito por la globalización y los videos piratas, resulta mejor saber de más que de menos.
Un ejemplo de tal fenómeno se presenta por estos días con la última película de Tom Cruise, llamada “El último samurai”. Los nacidos después de la muerte de Pedro Vargas (el cual, nunca he sabido por qué, tal vez por la facha, era llamado “El samurai de la canción”) probablemente jamás habían escuchado siquiera el término. Sin embargo, con la popularidad del filme se despertó cierto interés por esta casta militar, su estricto código de comportamiento y sentido del honor y su eclipse como factor de poder en el Japón del siglo XIX. Como alguna gente me ha preguntado qué tan apegada a la historia es la cinta, pues bueno, aquí les van algunas apreciaciones:
Primero que nada: aunque la Casa Imperial japonesa se proclama la más antigua del mundo (viene desde el siglo VI d. C…. un poquito más que el PRI), los dueños del Trono del Crisantemo (como se llama pomposamente la monarquía nipona) rara vez han tenido mucho poder que digamos. Primero, porque durante siglos Japón estuvo constituido por un montón de regiones, comarcas, familias y clanes en perpetua pugna; y luego, porque el Emperador, para aplacar a los rejegos, le cedió buena parte de sus poderes a un gobernante militar o shogun. Esto ocurre por primera vez en el año 1192. Siendo quienes cortaban el queso, los guerreros (o samurai) pasaron a conformar una clase social aparte y privilegiada. Son, en muchos sentidos, el equivalente japonés de los señores feudales europeos o los pipiltin aztecas: unos vividores que explotan campesinos basándose en la superioridad de sus macanazos.
Eso sí: los samuráis no se la pasaban únicamente pisteando y dándose de tortazos en torneos y justas caballerescas, como sus colegas y contemporáneos europeos; ni ganándose de oquis enconosos enemigos entre sus vecinos vía el sacrificio humano, como los aztecas: nutrían el espíritu con no pocos elementos del budismo zen, que llegó a Japón justo al empezar los shogunatos. Por ello vamos a encontrar a fieros guerreros metidos a escribir poemas, practicar caligrafía, diseñar jardines de piedra y haciendo arreglos florales o actuando en el teatro No. El gusto por lo bello, la meditación y el someter las pasiones eran prácticas usuales de los samuráis. Después de todo, el autocontrol es un elemento fundamental en el campo de batalla.
Los shogunes se las ingeniaban para pasarse la estafeta dentro de la misma familia (a veces apenas pidiendo la autorización del Emperador). Claro que esto provocaba no pocos rencores y rebeliones (“¿¡La que sigue es Martiita Sahaguyama?! ¡Jamás!”), que siguieron ensangrentando Japón durante varios siglos. Durante ese lapso, distintas familias (shogunatos) detentaron el poder, teniendo siempre al Emperador como figura decorativa.
Finalmente, para principios del siglo XVI, el shogunato Tokugawa acaba con toda oposición, trayendo a las islas dos siglos y medio de paz. Para distinguir claramente quién es quién, su fundador Tokugawa Ieyasu dispone su capital en Edo (el actual Tokio), en tanto que el Emperador y su corte de refinados inútiles permanecen en Kyoto. Y así pasaron los años y los siglos, con una monarquía más bien simbólica y un Gobierno militar que sostenía un delicado equilibrio entre los clanes guerreros de las islas … equilibrio que de vez en cuando se rompía.
Como en la Europa medieval, en Japón se creó un sistema de castas rígido, estratificado y arbitrario. Existía una aristocracia cortesana que, para efectos prácticos, era meramente decorativa, como arbolito bonsái. En realidad a mero arriba en la escala social estaban, faltaba más, los samuráis. Curiosamente les seguían los campesinos (después de todo, a los que explotaban y quienes les daban de comer); después los artesanos y por último los comerciantes, que eran vistos como bichos chupasangre que se alimentaban del sudor y esfuerzo ajenos. Como en muchas otras partes del mundo, el cruzar la línea entre una clase y otra era prácticamente imposible.
Mientras se desarrollaba este sistema feudal, Japón se aislaba del exterior. Complacientes con la supuesta superioridad de su cultura, no querían saber nada de los bárbaros europeos (ni de los no tan bárbaros chinos, en quienes veían una fuerza irresistible que había que contener). Los primeros coqueteos con el cristianismo terminaron mal: con la crucifixión de los Mártires de Nagasaki (incluido el primer santo mexicano, San Felipe de Jesús) en 1597 y con el aplastamiento de algunas rebeliones cristianas (encabezadas, quién lo diría, por samuráis bautizados) en 1637-38. En 1639 se prohíbe a los japoneses viajar fuera de las islas. Los contactos con el exterior quedan reducidos a holandeses y chinos, que sólo pueden usar un islote artificial (por tanto, no suelo japonés) en la bahía de Nagasaki. Así, Japón y sus samuráis se cocinaron en su propia tinta durante varios siglos. China, por su lado, seguía un proceso semejante: desdeñando todo lo exterior como de baja calidad y creyéndose el ombligo del universo (de hecho, China se hacía llamar El Imperio del Centro), los chinos se encerraron en sí mismos, clausurando casi todo contacto con lo que no fuera su propio ámbito cultural.
Pero el mundo no los iba a dejar solos. Ni a chinos ni a japoneses.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX comienza en Europa (y, en menor medida, en Estados Unidos), la segunda gran transformación productiva de la historia humana: la llamada Revolución Industrial. Ello le permite a los países que acceden a ella (no; gracias a nuestros eternos pleitos intestinos, México no se cuenta entre ellos… lo que explica muchas cosas) desarrollar máquinas de vapor, armas y herramientas de acero, productos manufacturados masivamente… y dar un salto cuantitativo y cualitativo que determinará la posición de esas naciones durante los siguientes dos siglos. Como parte del proceso, los europeos y americanos necesitan materias primas para alimentar fábricas, hornos y telares y mercados dónde vender sus chácharas. Así comienza el fenómeno que llamamos imperialismo, mediante el cual Europa se desbordó sobre Asia, África y Oceanía.
No sólo eso: a medida que se expanden por el mundo, las potencias europeas encuentran nuevos productos qué comercializar… aunque algunos de ellos no fueran precisamente muy recomendables para las masas europeas.
Tal era el caso del opio, droga que los británicos cultivaban en la India. Como lo último que deseaba la gorda Victoria era tener obreros drogados en Manchester protestando por la venta de David Beckham (y también que, rizándole el rizo a Marx, el opio resultara la religión del pueblo) se decidió darle salida a ese producto en otro mercado. Así que, a la brava, los ingleses se instalaron en algunos puertos del sur de China y empezaron a vender su mugrero. Los chinos protestaron no sólo porque aquellos salvajes les cayeron como ex braceros en hacienda presidencial, sino porque vendían una sustancia muy nociva. Los británicos no se anduvieron con cuentos: a punta de barcos de vapor y cañones de acero (productos de la revolución industrial) le pusieron una paliza de padre y señor mío al ineficiente ejército chino Es lo que llamamos la Primera Guerra del Opio (1839-42). Como resultado China hubo de cederles a los británicos la isla de Hong Kong y dejarlos usar cinco puertos más. Para los chinos aquello fue una catástrofe y vergüenza nacionales. Que unos patanes (eso sí, muy industrializados) los humillaran de esa forma era algo inconcebible. La cosa se puso peor cuando los occidentales les repitieron la dosis en 1856-58, durante la Segunda Guerra del Opio. El régimen de la dinastía Qing quedó herido de muerte por el desprestigio que estas calamidades le acarrearon.
Mientras tanto, Japón hubo de enfrentarse a una humillación semejante: en 1853, estrenando la recién adquirida base de San Diego, una flota americana de cuatro barcos (igualmente frutos de la Revolución Industrial), capitaneada por el comodoro Matthew Perry (que no, no salía en “Friends”) se aprontó en la bahía de Edo y obligó al shogun en turno a aceptar la apertura de varios puertos nipones y una docena de franquicias del pollo Kentucky. Al rato llegaron franceses y británicos exigiendo lo mismo. Japón parecía seguir los pasos de China: ser usado como tapete de bienvenida por los “demonios blancos de ojos redondos” (como hasta la fecha se refieren a los occidentales).
Qué hacer causó mucha zozobra en Japón: unos samuráis querían ir a la guerra; otros, sustituir a los Tokugawa por otra familia más eficaz; otros más, regresarle sus poderes al Emperador, como la única fuente de unidad legítima y modernizarse (esto es, “occidentalizarse”) para evitar lo peor. En 1867 un grupo de samuráis seguidores de esta última línea aprovechó la llegada al trono de un joven, Mutsuhito, para proclamar la restauración de los poderes imperiales a la Casa Real, el fin del shogunato y el inicio de la época Meiji (o sea, “iluminada”).
En ese momento, los samuráis no opusieron mucha resistencia: era evidente que su sistema había fracasado para defender al Japón de la intromisión extranjera. Pero cuando la oligarquía Meiji empezó a emprender reformas a fondo (destrucción del antiguo sistema de clases, instalación de un sistema de propiedad privada rural, abolición de los samuráis como casta, importación de aquello del extranjero que les permitiera, precisamente, enfrentar a los foráneos; modernización, pues), no faltó quién respingara. La última rebelión samurai, la Satsuma, entre 1876 y 1877, fue encabezada por un señor de la guerra llamado Saigo. Éste peleó contra las fuerzas imperiales (éstas ya con armas de fuego y uniformes de corte occidental) jurando ser fiel vasallo del Emperador, a quien consideraba manipulado por los oligarcas y los extranjeros. Efectivamente, Saigo murió suicidándose (aunque sin tener a un lado a Top Gun mirándolo con Eyes Wide Shut) y es considerado un héroe nacional en Japón. Lo cual no nos debe extrañar. En México casi todos los que se levantan contra el Gobierno, sea éste legítimo o no, terminan con nombre de calle, de escuela rural… y hasta de estado (léase Guerrero, Hidalgo, Morelos).
O sea, resumiendo: lo que pasa en la película sí ocurrió. Quítenle lo hollywoodense y a un bruto que dejó ir a Nicole Kiddman y más o menos tendrán el cuadro completo: una casta anticuada y parasitaria, que durante décadas disfrutó de muchos privilegios, se opone a la modernización que salvaría al país; un puñado de vividores que en su vida han creado un empleo, que se dicen patriotas, peleando contra la inversión extranjera y la industrialización que podrían fortalecer y hacer próspera a la nación; unas antiguallas que apelan a anacronismos y juran ser leales a las instituciones que escupieron y maltrataron durante generaciones. ¿Les suena conocido? Sólo esperemos que los últimos samuráis mexicanos tengan un fracaso tan estruendoso como Saigo… aunque terminen con nombre de calle. Eso sí, el harakiri nunca se lo van a hacer. Ya quisieran éstos tener el sentido de la vergüenza de aquéllos.
Consejo no pedido para sentirse ninjas: Escuchen “The Silk Road” de Kítaro; lean “La historia de Genji”, de Murasaki Shikibu, considerada la primera novela de la historia (Siglo X) y vean esa maravilla que es “Sueños” (1990) de Akiro Kurosawa. Provecho.
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