“Cada hombre se dirige a sí mismo a su gusto”
Virgilio
Segunda y última parte
Oaxaca y su arte es la conjunción de lo artesanal o el arte sublime: desde piezas simples si a tecnicismo se refiere hasta aquello trabajado con primor, esmero, técnica (autodidacta o estudiada) que crean aquellos que hicieron de la creación una forma de vida. Desgraciadamente en México ningún Gobierno (léase federal, estatal o municipal, salvo honrosas excepciones) han mostrado el interés necesario en promover la cultura entendiéndola como factor que posibilitará el desarrollo y creará verdaderos valores a corto, mediano y largo plazo.
En Oaxaca hablan con fervor los artistas. No buscan limones ni mecenas, ni mucho menos entran en estériles pleitos que a nada conducen, eso sí: coinciden en que el gobernador José Murat es una desgracia para el mundo pues además de “darles atole con el dedo” miente a diestra y siniestra. Yo no coincido con lo anterior; más bien pienso que el hombrecito de la camioneta baleada simplemente no tiene los tamaños para figurar en un cartel internacional y ojalá, por el bien de los oaxaqueños, se vaya a su casa.
Mi firme propósito de reducir los molestos kilos que son causa de tremendas pesadillas (a veces he llegado a pensar que soy Keiko adentro de un estanque) definitivamente no las vine a solucionar aquí a Oaxaca. Entrar al mercado únicamente es comparable al festín de Babeth: todos los aromas, todos los sabores, los cánticos que revelan lo místico, tremendamente erótico de la cocina mexicana –amalgama entre religión y ritos chamánicos- y todo aquello que ancestralmente era manjar de dioses y acaso hoy la justicia divina terminó poniendo en nuestras manos. El o la “marchante” han establecido ritos, ritmos, una simbiosis especial que les permite comunicarse; realizar prácticas comerciales que trascienden la esfera del negocio vulgar y cotidiano y alcancen lo sublime: si Ernest Hewingway viviera el mercado de Oaxaca le daría material de sobra para otro libro (probablemente hubiera muerto indigesto de mole y mezcal).
Aunque tengo pinta decente (ciertos amigo dice que soy medio mamón) siempre me ha fascinado aventurarme a los parajes recónditos, absolutamente desconocidos y a los que ningún turista –sobre todo americanos, tan odiosos algunos- estarían renuentes a entrar bajo ninguna circunstancia. Resulta que decidimos ir a una playa donde la suite presidencial con servicio de masaje (dice Catón: no le entendí) costaba la estratosférica cantidad de doscientos pesos. Ya sé que no va a faltar la señora cuya otra mitad de la cama lleva diez años tendida a decirme que “doscientos pesos es mucho dinero para los niños de África”. Cierto, pero verdadero también que esa cantidad me la gano a pulso y me la tiro como se me dé la soberana gana. Punto.
Mariscos, tardes soleadas, grata compañía, la mar que siempre extrañas, con todo y sus silencios, con todo lo que te quita; con tanto que te ha dado. Y aquí su columnista rodeado de un quinteto soberbio que entona boleros, permite al hombre reencontrarse con su pasado y no temer a descubrir una nostalgia que desde hace años lleva a cuestas: “El día que cruzaste por mi camino; tuve el presentimiento de algo fatal”
Quizá lo maravilloso de que las cosas bonitas terminen, es tener la sapiencia de que algún día las podremos realizar de nuevo. Pienso en México, en La Suave Patria de López Velarde y me pregunto por qué querremos tan poco nuestro entorno. Hay tantas cosas por hacer y espero pronto empecemos.