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Mágico y místico

Patricio de la Fuente

“El placer está destinado a aquellas personas que no se divierten” Duvernois

Primera de dos partes

¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Son quizá los cuestionamientos más profundos que el hombre se ha venido haciendo desde los tiempos de la Grecia clásica. Miles de estos individuos murieron inmersos dentro de un existencialismo (o quizá también teoría de la confrontación) plagado de dudas, temores y grandes miedos; sin embargo también nacen destellos de felicidad en vidas lúgubres, a veces por derecho propio, pues a muchos de ellos les fascinaba sucumbir ante el placer o dolor implícitos en las llamas infernales (entendibles por el hombre como “problemas cotidianos”) entremezcladas con orgasmos celestiales o reminiscencia de lo que alguna vez fue aquel “paradiso perduto”.

Vamos de visita a Oaxaca la bella, la mágica y cruel; aquella que el destino nos lega como aspiración de lo que con tanto ahínco queremos ser y por otro lado de todas esas cosas que detestamos por inútiles, injustas, mezquinas hasta la entraña. Ahí sus mercados que despliegan colores y lo digo sin pena de caer en franco estado de sacrilegio: ni el mismo creador supremo hubiese sido capaz de inventar pero que al fin existen ejemplificando lo supraterrenal. Indígenas con esa piel tostada que concibo cual daltonismo puro que lacera, implacable látigo: morenas por raza, también oscuras gracias a un sistema abusivo donde la compasión hacia el desvalido es término inexistente dentro del diccionario que durante quinientos años viene imperando en este país y frente a una silente inercia poco hemos acertado por sacar a miles inocentes de su postración. ¡Qué mezquino es el egoísmo!

Oaxaca no huele en particular pero al mismo tiempo emana historia: destilan sus moles, dulces; aromático café que invita a iniciar una jornada mesurada, sin vacilaciones ni el correr implícito en una existencia monótona, tanto que puede caer en la vulgaridad de lo cotidiano, de todo el sinfín de cosas que al ser humano aburren cuando el ímpetu se va extinguiendo y ya nadie puede detenerlo.

Estoy en una plazoleta donde el término absurdo llamado tiempo sencillamente no existe: las horas transcurren con inusitada liviandad; nadie intenta resolver al mundo pero sí entenderlo bajo las enseñanzas de una filosofía simple en forma pero tremendamente compleja en fondo. Me encuentro rodeado de cuatro espléndidos viejos que en un breve lapso han sembrado en mí mucha más sabiduría que setecientas sesiones con el médico.

Todos regiamente vestidos de blanco, ataviados con sombreros que saben portar (en este país casi nadie se sabe poner una prenda así con corrección) y un rítmico andar caribeño, que aunado a un semblante feliz me hacen comprender cómo diablos debe transcurrir la existencia: igualito a un son caribeño. Nos despedimos. Lacónico, muy sabio el viejo (y ya después de cinco cubas libres) dice: Patricio, déjate ya de pendejadas que veintiséis años es ya una buena edad para comenzar a vivir.

Eternidades sin ver a una persona ofreciendo globos inflables ni mucho menos algodón de azúcar: ni en el D.F ni tampoco en La Laguna. Se pierden nuestras tradiciones para darle paso a una modernidad en ocasiones casi siempre anónima. Ello, esa pequeña diferencia me tiene extasiado por Oaxaca: tomarse cachitos de vida para mirar al otro, entender su circunstancia, dilucidar cuántas cosas no llevará acaso en esa maleta donde al igual se guardan dudas y temores, alegrías y añoranzas; pero que al fin del camino es donde atesoramos lo último, eso no negociable: la identidad.

El oaxaqueño, bueno y hospitalario; se desvive hasta que la piel se le desgarra. Trae a cuestas años de postración ante una autoridad cruel y mezquina; también carga con el orgullo, la enorme sapiencia de saberse dueño de su dignidad y autor de su pensar. Es artista pues concibe universos paralelos; mezcla lo real y mitológico sin paralelo; ante los avatares del destino no se quiebra: cual ave fénix remonta el vuelo ante la promesa de un mundo mejor. O quién sabe ¿A lo mejor nadar entre el fango promete universos insospechados?

Y bueno, que en Oaxaca la tierra es roja. ¿Y acaso los colores oaxaqueños no son sencillamente irrepetibles, difíciles de descifrar? Una querida amiga, fogata de por medio y un litro de mezcal (del bueno) y nosotros entonando despacito aquella canción soberbiamente interpretada por no sé quién: ¿Pero sabes mi vida de lo que tengo ganas?

Y de plano venimos con un grupo de gente muy chusca –parece que Luis de Alba organizó el viaje- y entre ellos se encuentra una amiga (más pobre que cualquier niño de la calle) quien ya encarrilada lanzó severa orden al batallón: miren, yo quiero pasar al estudio de Francisco Toledo a comprar algo; claro que no muy grande; sería de 1X 1.20). ¿Les parece? Pienso en Toledo –junto a Morales y Tamayo los máximos exponentes de Oaxaca para el mundo- y sin quererlo me detengo en el primero: aquél cuya constante pictórica son los falos, la envidia maternal del pene; Salvador Dalí y su enfermo erótico, etéreo y carnal impulso hacia Gala… Freud nunca hubiera muerto.

Mira Roberta, de no ser que traigas medio millón de dólares en el morral, no se va a poder. Lista, vivaracha y con esos ojos como el mar que con sus impenetrables silencios dice tanto si lo sabemos escuchar, Roberta se conforma con una pieza magnífica prácticamente arrumbada en un jardín de exposiciones: un lienzo que retrata la mexicanidad, la pureza virginal de nuestras sabias mujeres andando por las calles oaxaqueñas sabiéndose dueñas de un cosmos donde el machismo arcaico e incomprensible debería ser recordado como un vil ejemplo por coartar todo aquello que a una dama siempre la hará irrepetible.

Mañana seguimos viajando.

Correo electrónico:

pato1919@hotmail.com

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