En la conversación, en las encuestas, el malestar de las familias mexicanas tiene tres temas recurrentes: la inseguridad, el desempleo y la corrupción. Se han exacerbado, porque la situación empeoró y se esperaba lo contrario.
La violencia sin Ley, que estalló en los años revolucionarios por todo el país, se fue centralizando a partir de 1929, hasta que se redujo a un monopolio presidencial, que integró las funciones de jefe de Estado, jefe de Gobierno y capo di tutti capi en una sola persona. Podía ser arbitraria, robar o matar impunemente y también delegar o denegar esta prerrogativa, generalmente usada con sentido político: consolidar el sistema. Cuando el presidente dejó de ser el dueño de la violencia ilegal, su monopolio se deshizo en mafias autónomas, que siguen siendo parte del Estado y del antiguo sistema corporativo, pero nadie controla.
Inocentemente, muchos creen que el crimen está fuera del Estado, cuando está adentro: no puede haber crimen organizado sin protección política. Inocentemente, muchos creen en la mano dura: darles prerrogativas ilegales a las autoridades que protegen el crimen, para que las usen contra quienes les estorban. Inocentemente, hay quienes sueñan con la restauración del capi di tutti capi, como si fuera deseable o posible. Los capos andan sueltos y no hay uno que pueda imponerse a los demás, aunque a todos les gustaría.
Es imposible que el Estado destruya sus poderes ilegales: que se depure solo. Tiene que intervenir la sociedad. Los avances logrados por la presión de la opinión pública. Y la vía electoral, aunque todavía incompletos, son decisivos; pero deben consolidarse imponiendo transparencia a los poderes públicos y a los partidos. La inseguridad y la corrupción tienen sus raíces en la oscuridad del poder. La demagogia oficial, naturalmente, dice lo contrario: que todo va bien, y que el problema estás en la sociedad, cómplice de la corrupción y hasta el crimen. La respuesta sensata es imponer la transparencia y acumular públicamente la información necesaria para depurar.
Las soluciones políticas del antiguo régimen tuvieron consecuencias en el empleo, al principio favorables. Después de que muchos jefes revolucionarios se mataron unos a otros, los presidentes fueron pacificando a los demás con incentivos, dejando el asesinato para los necios, que no aceptaban arreglarse por las buenas. La fórmula se extendió a los líderes con capacidad de organizar brigadas de choque, bloqueos, pataleos, periodicazos, manifestaciones y huelgas. Fueron integrados al sistema, siempre y cuando lo apoyaran. Los incentivos incluían prerrogativas, concesiones de impunidad (dentro de ciertos límites) y pagos disfrazados de créditos, contratos, subsidios, empleos, becas y nombramientos. En esta integración, fueron de especial importancia las centrales obreras y empresariales, con las cuales se organizó la cúpula tripartita del empleo y la economía.
Esto fue solventable mientras el costo no pesó demasiado en las finanzas públicas y su capacidad de endeudamiento. Pero, a medida que se fue piramidando todo y el lastre se volvió un porcentaje cada vez mayor de la economía, el sistema fue perdiendo solvencia, hasta las quiebras que empezaron con el desastre financiero de Echeverría y culminaron con el desastre bancario de López Portillo y Salinas de Gortari y Zedillo. El problema ahora (como en todas las quiebras) está en los derechos adquiridos: a los participantes les parecen irrenunciables y los hacen valer. No será fácil liquidar los contratos con los que se armó el sistema y proceder el reparto de pérdidas.
Los empleos del sector piramidado eran insostenibles porque generaban importaciones (de insumos y bienes de capital) más que exportaciones (mercancía y servicios); porque requerían créditos externos, protección y subsidios; porque tenían costos unitarios elevados y un valor agregado cada vez menor por millón de pesos invertido. No se obtenían con producción, sino con lealtad a la camiseta, credenciales educativas de dudoso valor y conexiones personales, cuando no mordidas. Desgraciadamente, estos empleos llegaron a ser vistos como los únicos deseables.
En 1950, México tenía 26 millones de habitantes y la clase media soñaba en preparar a sus hijos para el trabajo independiente: sus propios consultorios, despachos, constructoras, fábricas, ranchos. Era posible. En 1972, la población se había doblado y el sueño era distinto: conseguirles buenas chambas en el sector piramidado. Era imposible, aunque se hablaba de crear un millón de empleos al año, meta fallida todavía hoy (cuando la población ha doblado nuevamente), porque las burocracias públicas y privadas necesitan cantidades mayúsculas para crear y sostener un empleo.
Pero todavía hoy, se prefiere la irrealidad. El futuro del empleo está en las microempresas, aunque la independencia ya no tiene prestigio.