Que una muy buena porción de políticos hayan resuelto hacer de su vida un show non stop donde hasta la ropa interior sobra, muy poco importa. La degradación de la política es ya la vecina incómoda del barrio en que se convierte la República, el territorio que se disputan las pandillas en que se han transformado los partidos políticos. A sillazos, los pepenadores revientan el debate en una asamblea priista. De entre las sábanas del perredismo salta de la recámara íntima a la recámara del poder el complot que disuelve otras trapacerías. De los besos de la pareja presidencial frente a la plaza de San Pedro, arranca la tentación de heredar a las cónyuges el poder emanado originalmente de las urnas. De la negra memoria marcada hasta por homicidios, viene la sombra de la presencia de Carlos Salinas de Gortari. De la pérdida de la más vaga noción de los principios y las convicciones, surgen los tránsfugas que practican la traición como la oportunidad de coronar ambiciones desmedidas. De la capacidad para exhibir la corrupción ajena y ocultar la propia, florecen los nuevos torquemadas en busca de las víctimas propiciatorias aunque, al final de ese ejercicio, no quede muy claro quién es quién en el juego. De la perversión de la procuración de justicia, aflora un nuevo instrumento técnico-político, útil al propósito de aniquilar al adversario en turno. Así, se construye un absurdo: cuando por fin el país pudo elegir, no tuvo de dónde escoger porque todos resultaron iguales. No hay a quién irle porque, en la pasarela del absurdo concurso en que se empeña la clase política, todos desfilan. Aun quienes quieren pintar su raya, lo hacen de manera tan tenue y tan tibia que complementan el elenco de la obra que desconocen como suya. Todos pierden en ese juego pero, en la nueva lógica, gana el que pierde menos. Como quiera, el juego es de pérdidas no de ganancias. De restos, de escombros, de desechos, de carroña, de retazo con hueso se integra el trofeo. Es un juego de hienas.
*** Lo peor de todo es que todavía hay algunos políticos que ven con muy buenos ojos el espectáculo que protagonizan. Lo justifican bajo la peregrina idea de que es perfectamente normal cuanto está ocurriendo porque, en el fondo, la normalidad democrática está a la vuelta de la esquina, aunque no tienen ubicada la esquina. Cuanto ocurre son, en su lógica, las naturales turbulencias que invariablemente acompañan un viaje largo que aproxima un gran destino pero, desafortunadamente, desconocen la ruta y el itinerario del vuelo. De ese modo, semana a semana -esa es, quizá, la única riqueza del show-, la cartelera cambia el escándalo en turno. Así, se ha ido el año. De los colchones del embajador Dormimundo se pasó al escándalo de Vamos México. Ese escándalo cedió el turno al tráfico de influencias, a precio de dos millones, del muchacho ecologista que heredó un rentable partido. De ahí, a los videos del empresario que conquistó a la reina de un partido, desprendió algunas joyas de esa corona y casi deja hecho un sapo al jefe del Gobierno capitalino. En medio de ese escándalo que lleva ocho meses en cartelera, hubo toda una colección de ocurrencias, pleitos, resbalones, tentaciones y protagonismo que, a fin de cuentas, mantuvieron el show que a punto está de vulnerar la oportunidad que tuvo el país de ser otro, mejor y distinto. Entre esos entremeses, destacaron el deshojamiento de la margarita por parte de la Primera Dama que un día decía quiero ser candidata y otro día también que sí quería ser candidata. Estuvo y está el pleito sin fin en el PRI, en el que Roberto Madrazo intenta cortarle la cabellera a la profesora. Estuvieron las renuncias de funcionarios que incorporaron nuevas rutinas, dejar el cargo por jubilación, porque su jefe los descalificaba pero no los corría, porque se firmaban contratos con delincuentes impunes... Así, se ha ido el año y, con todo, se afirma que la transición a la democracia está consumada, el Estado de Derecho fortalecido, el desarrollo social a punto de despegue, la normalidad democrática es costumbre...
Continuará