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...Marte, Júpiter, Saturno, ¿George?

Francisco José Amparán

Sin duda el lector recordará al ya fallecido Carl Sagan por la serie de televisión “Cosmos”, transmitida hace algunos lustros y que fuera inmensamente popular. Pero además Sagan era conocido por sus ensayos científicos (por ejemplo, “Los Dragones del Edén”, que ganara el Premio Pultizer) y hasta sus trabajos de ficción (suya es la novela “Contacto”, que sirviera de base para la película homónima (1997) con la inalcanzable Jodie Foster). No sólo eso: el señor Sagan también solía escribir artículos de divulgación científica la mar de interesantes y divertidos. Una colección de ellos lleva el título de “El cerebro de Broca: reflexiones sobre el romance de la ciencia” (1980) y contiene un artículo titulado “Un planeta llamado George”.

En sí, ese texto discute las dificultades de ponerle nombre no sólo a los cuerpos celestes, sino también a los accidentes topográficos (volcanes, cráteres, valles, etc.) que cada vez en mayor cantidad hemos venido descubriendo en las superficies de nuestros vecinos espaciales. De hecho, Sagan hablaba de su propia experiencia, dado que formó parte de los páneles que la Unión Astronómica Internacional (UAI) formó con el propósito de fijar criterios de bautismo para ejemplares tan dispares como las lunas de Júpiter y los gigantescos volcanes de Marte.

Lo que pudiera parecer una simple excusa para que los científicos se juntaran echándose unas vacacioncitas (y no pocos daiquirís) con viáticos pagados cual Secretario de Finanzas del DF, resulta que (según se colige de lo que dice Sagan) terminaba siendo un trabajo arduo y generalmente ingrato. Como suele ocurrir en el mundo real y se supone no debería suceder en un entorno científico, las preferencias individuales y nacionales salían a relucir y ponerle nombre a una depresión en Venus (las depresiones SIEMPRE ocurren en Venus, por obvias razones) de repente resultaba más complicado que escogerlo para la primera nieta de las dos abuelas.

Andar bautizando novedades, como lo saben los padres primerizos, suele ser una actividad endiabladamente complicada. No sólo hay que darse gusto uno, sino también intentar complacer a familiares y parentela varia, sin olvidar que el desdichado infante va a cargar con el remoquete el resto de su vida. Y hay que prevenirse de las decisiones motivadas por la conveniencia pasajera o la simple lambisconería. Cuando el británico William Herschel descubrió el séptimo planeta de nuestro sistema solar, propuso que se llamara George. Por suerte hubo gente sensata que se negó a honrar de esa manera al rey Jorge III (el que perdiera las Trece Colonias y no estuviera muy cuerdo durante largos períodos de su vida adulta) y a ese cuerpo celeste se le puso Urano.

A fin de cuentas la UAI arribó a ciertos criterios más o menos lógicos, más o menos generales. Algunos se apegaban a los ejemplos del pasado; por ejemplo las lunas de Júpiter, planeta nombrado por el más poderoso, casquivano y lujurioso de los dioses olímpicos, reciben el nombre de sus ocasionales amantes (incluido un rapaz llamado Ganímedes, al que Zeus le echó el ojo y algo más; digamos que no era muy discriminador, griego a fin de cuentas). Del mismo modo, las lunas de Marte se llaman como los ayudantes del dios de la guerra, Fobos (Miedo) y Deimos (Terror). Pero a la hora de nombrar montes y valles en el planeta rojo, el panel se opuso rotundamente a ponerles nombres de generalotes. Como que la Humanidad ha hecho otras cosas más dignas que matar prójimos. Así, en ese belicoso planeta, por fortuna, no existe el Cráter Patton ni el Valle Rommel.

La cuestión es que en los últimos dos años los astrónomos han descubierto un par de cuerpos celestes orbitando en torno al Sol, que se hallan mucho más allá de Plutón, el último de los planetas de nuestra familia espacial reconocido como tal. Quizá en aras de lo políticamente correcto a estos nuevos vecinos se les han puesto nombres que, la verdad, nada más no me suenan.

El primer objeto se halla 1,600 millones de kilómetros más lejos que Plutón (o sea, a unos 6,000 millones de kilómetros; sí, lejecitos), tiene un diámetro de 1,250 kilómetros (la Tierra tiene más de 12,000 y Plutón unos 2,300) y muy probablemente sea una simple bolota de polvo y hielo.

A esa entidad se le bautizó como Quaoar. ¿Y eso? Bueno, Quaoar es la fuerza de la Creación según la mitología del pueblo Tongva, habitantes pre-europeos de la zona de Los Ángeles, que en su casa los conocen y les hablan de tú. Para colmo, según la mentada mitología, Quaoar no tiene sexo y por tanto tampoco género. Lo que nos faltaba en el cielo y nos sobra acá abajo: un astro indefinido.

El segundo objeto fue localizado hace unos días, a la friolera de 12,800 millones de kilómetros, pero es un poco más grandecito, con un diámetro de 1,700 kilómetros. Los descubridores procedieron a bautizarlo (con la anuencia de la UAI, no me explico cómo) con el nombre de Sedna, que al menos se puede pronunciar en los idiomas occidentales.

¿Y quién fue Sedna? Ah, pues la diosa de los Inuit creadora de los animales marinos. ¿Y quiénes son los Inuit? Los que nosotros llamamos esquimales, la gente del extremo norte americano. ¿Y qué tiene que ver una diosa fría (suponemos, aunque con las mujeres divinas o mortales nunca se sabe) y marina con un objeto más inalcanzable que Carlos Ahumada y la justicia en México? Sabe. No sé qué hubiera dicho Sagan al respecto. Pero me late que no hubiera estado de acuerdo.

Para acabarla, muchos astrónomos alegan que esos dos objetos son demasiado pequeños para ser llamados planetas. Peor aún, algunos de estos sesudos observadores del cielo dicen que Plutón está en las mismas y que no es un planeta, sino un planetoide. ¿Cuál es la diferencia? ¿A partir de qué diámetro se pasa de planetoide a planeta? ¿O no es cuestión de medidas y un planetoide no es otra cosa que un planeta chafa y corris? Entonces, ¿los mexicanos tenemos diputadoides, senadoroides y Jefezoides de Gobiernoide del Deefoide? ¿Están todos esquizoides? La verdad, qué ganas de complicarse la existencia.

Por supuesto, la tentación de bautizar personas, animales y cosas según nuestros particulares gustos es muy generalizada como para que seamos demasiado duros con esos señores del telescopio.

Después de todo, los políticos suelen tener menos sentido del gusto y ocuparse más bien de promover sus agendas y hacer la barba a la hora de andar poniéndole nombre a las víctimas de su accionar. Lo cual, además, es un principio fundamental para todo gobernante que se precie de serlo: bautiza y vencerás. Según Caleb Carr (autor del que les tengo que hablar con profusión algún día), cuando alguien le preguntó a Confucio cuál era la principal medida para mejorar un Gobierno, el sabio chino respondió: “Lo principal es rectificar los nombres” . No sé qué tanto sirva para taparle el ojo al macho, pero de que hay quienes se sueltan cambiando apelativos, los hay. Y vaya que la historia tiene ejemplos hasta para aventar p’ arriba.

Los canadienses, no sé si por veneración o a ver si los dejaban en paz los británicos de una buena vez, se dieron vuelo usando a la familia real inglesa para bautizar. Así, existe una Isla Victoria y una bella ciudad del mismo nombre, capital de British Columbia. La capital de Saskatchewan se llama Regina por la misma razón. Una provincia tiene por nombre Alberta, en honor a una hija de la gorda monarca (que nunca visitó Canadá) y uno de los lagos más bellos del mundo se llama Lake Louise por otro de sus vástagos (quien nunca vio ese lago).

Stalin tenía tan mala conciencia (si es que tenía conciencia, detalle dudoso) de la forma en que había traicionado la herencia de Lenin, que le puso ese nombre a todo lo que se dejó. Así, en la antigua URSS uno podía encontrar a puños ciudades llamadas Leningrado, Leninskaya, Leninabad, Leninskiy y Ulyanovsk (el verdadero apellido del Mongol era Ulyanov). Para no ser menos, por supuesto que había una Stalingrado y una Stalinabad o dos. Sic Transit Gloria Mundi: muchas de esas ciudades cambiaron de apelativo en cuanto los comunistas empacaron sus chivas. Especialmente digno de aplaudir es el regreso de San Petesburgo a su antiguo nombre, luego de sufrir décadas llamándose Petrogrado y Leningrado.

El hombre que con mayor profusión le ha impuesto su nombre a la geografía abusando de su poder fue Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana y personaje central de “ La fiesta del chivo”, la magnífica novela de Mario Vargas Llosa. Así, la ciudad más antigua de América se llamó por un tiempo Ciudad Trujillo (en lugar de Santo Domingo). La montaña más alta del país era el Pico Trujillo y el río más largo, por supuesto, Río Trujillo. La mitad de las rúas de más de un carril en la isla se llamaban Avenida Trujillo. Asimismo, El Chivo rivaliza con Stalin, Saddam Hussein y Kim Il Sung (Norcorea) en la categoría del hombre que más estatuas propias se hizo erigir.

Aquí en México la imaginación onomástica no se queda atrás. Básicamente para quitarle poder al Estado de México (previendo lo que llegaría a ser y hacer el Grupo Atracomucho), con el territorio de esa entidad se formaron nuevos estados, que pasaron a llamarse Hidalgo, Morelos y Guerrero. Este último, quién sabe por qué, honrando a nuestro primer militar golpista. También para distribuir mejor las cosas en la península de Yucatán, se creó un territorio con la parte más salvajona de por aquellos lares y le dieron el nombre (mejor dicho, el apellido) de don Andrés Quintana Roo, prócer cuyos logros son desconocidos por el 99 por ciento de los mexicanos.

Como tenía que ser, no faltan rasgos de franca lambisconería. Los “Científicos” trataron de halagar a su jefazo llamando a un pueblo fronterizo Ciudad Porfirio Díaz (hoy Piedras Negras); éste a su vez quiso limpiar su conciencia rebautizando a Paso del Norte como Ciudad Juárez (presidente al que había intentado derrocar). Los revolucionarios dejaron también su huella: Cajeme pasó a ser Ciudad Obregón y el humilde Los Chávez, Coah., a llamarse Francisco I. Madero.

Asimismo, hallamos lugares con nombres simpáticos, inesperados o insólitos. Por ejemplo, ¿quién es el único presidente de Estados Unidos nacido en Tampico? Ah, verdad. Pues Ronald Reagan, nacido en Tampico, Illinois. ¿Y qué me dicen de la ciudad de Durango, estado de Colorado? Y no es por nada, pero habría que considerar algún tipo de tratado entre nuestro país y el pueblo de Nuevo México llamado Truth or Consequences (Verdad o Consecuencias), a donde podríamos mandar exiliados a Lopejobradó, Diego y la pandilla de mentirosos que nos quieren ver la cara.

Desde hace buen rato he querido visitar un pueblo de Andalucía llamado Villaviciosa de Córdoba (o sea que hay otras Villasviciosas… pero yo prefiero siempre lo andaluz, empezando por mi mujer), que me late ha de ser un andurrial bien divertido. Como supongo que la gente de Bath (Baño), Inglaterra, quizá sean personas muy limpias, pero no creo que les haga mucha risa el gentilicio.

Los habitantes del pueblo de Lost (Perdido), Inglaterra, aguantaban que los turistas que se detenían ahí lo hicieran sólo para tomarse fotos frente al letrero con el nombre del lugar, poniendo cara de interrogación y/o idiotas, consultando mapas al revés y gracias por el estilo; lo que sí no soportaron fue que se robaran seis letreros en menos de un año. Así que cambiaron el nombre del lugar por el de Loste y dejaron de tener que apoquinar para poner nuevos señalamientos a cada rato.

Consejo no pedido para no ser el Innombrable (¡Uy!). Escuche “All things must pass” del maestro George Harrison en la nueva edición CD; lea “Los Dragones del Edén: especulaciones sobre la evolución de la inteligencia humana” de Sagan, que no tiene desperdicio. Y vea (o vuelva a ver) la serie “Cosmos”, que sigue siendo un modelo de cómo hacer accesible y divertida la ciencia para el culto público masivo. Provecho. Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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