Son muchas las madres de familia que en los últimos años me han llamado por teléfono para comentarme un dolor muy grande que llevan en su corazón. En casi todas ellas se repite la misma historia: sus hijas, sus queridas hijas, después de haber contraído matrimonio por la iglesia y por el civil, a los pocos años se separan del marido y comienzan a salir con hombres casados con los que tienen relaciones sexuales promiscuas. Se acostumbran a llegar alcoholizadas en altas horas de la noche y no dan explicación alguna de su conducta. La madre -que no puede creer lo que está sucediendo- las espera despierta y angustiada, rezando, pidiéndole a Dios que las haga cambiar, que recapaciten en su vida y en su futuro, que recuerden los principios de moral que ella les enseñó. Esas madres de familia pensaron que cuando sus hijas contrajeran matrimonio, iban a poder descansar y vivir con menos preocupaciones. Sin embargo, no fue así, todo se les complicó y lo peor del caso es que no pueden dejar de mortificarse, porque el amor que le tienen a las hijas es un sentimiento que dura toda la vida y que nada ni nadie lo puede hacer cambiar. Cuando las ven llegar de esa manera, trastornadas por el alcohol, desveladas y gritando palabras vulgares, se les enfrentan, las regañan y sienten deseos de matarlas.
En cada llamada telefónica, esas madres me transmiten un dolor tan grande, que no me explico cómo lo pueden soportar, (algunas de ellas están enfermas de la presión o de diabetes). Todas ellas me han dicho lo mismo. Con lágrimas en los ojos que no puedo ver, pero que descubro a través de la línea telefónica, me repiten algunas de las frases terribles que la hija grita a su madre cuando ella la regaña por la conducta escandalosa que está llevando. Son frases y palabras tan corrientes, que después de escucharlas en boca de la madre, pienso, que esas hijas tienen cierto parecido a los endemoniados del Evangelio. Sus madres inculcaron a cada una el respeto y el amor a Dios, les dieron educación y buenas costumbres, pero parece ser que no aprendieron la lección, y después de fracasar en su matrimonio, se han ido cayendo a un abismo cada vez más profundo del cual será muy difícil que puedan salir.
Pero, ¿qué pueden hacer esas madres, después de que han rezado incansablemente, y a pesar de ello, no reciben del cielo solución a sus problemas? ¿Qué pueden hacer si han visto a psicólogos, consejeros familiares y sacerdotes, y nadie les resuelve su angustiosa situación? Con su actitud, estas hijas se rebelan contra Dios y ya nada quieren saber de Él. Por más que la madre les diga y les vuelva a decir que están haciendo mal, por un oído les entra y por el otro les sale. Todo lo espiritual les rebota con su actitud, la impureza les acarrea una fuerte carga de egoísmo y sitúa a las personas en posiciones cercanas a la violencia. Si no se le pone remedio cuanto antes, se puede perder el sentido de lo divino y de lo trascendente, pues un corazón impuro no ve a Cristo que pasa y llama; queda ciego para lo que realmente importa.
Pero ¿qué se les puede recomendar a esas madres de familia que aparentemente han agotado todos los recursos para recobrar a sus hijas? Lo primero es que no se cansen de rezar, porque a final de cuentas es lo único que puede ayudarlas en los momentos difíciles por los que están pasando. Recordemos a Santa Mónica que peregrinó por el mundo, en busca de su hijo San Agustín, para convertirlo y alejarlo de los malos pasos, del desenfreno y de la lujuria. Por muchos siglos ha sido muy bien comentada la bella respuesta que un Obispo le dio a Mónica cuando ella le contó que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín. El obispo le respondió: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Esta admirable respuesta la llenó de consuelo y esperanza, a pesar de que su hijo Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento. Finalmente, después de muchos años, Agustín se convirtió cuando leyó unas frases de San Pablo. Envió lejos a la mujer con la cual estaba viviendo en unión libre, dejó sus vicios y sus malas costumbres, le pidió perdón a Dios y a su madre a la que tanto hizo sufrir. Se hizo instruir en la religión y se hizo bautizar. Con el tiempo llegó a ser Obispo, Doctor de la Iglesia y finalmente Santo.
Al mismo tiempo aconsejó a esas madres de familia que no se distancien de sus hijas levantando una barrera que puede llegar a separarlas irreversiblemente, que no las insulten ni las regañen, que no las corran de la casa, que le ofrezcan a Dios su dolor y que tengan paciencia. Que su corazón sea el crisol perfecto donde se purifiquen las reclamaciones, la desesperación, los resentimientos y el recuerdo de cosas tristes. Que les den un amor excepcional, tranquilo, sereno y sincero. Que en lugar del insulto al verlas llegar tarde, les repitan hasta el cansancio que las quieren, que las quieren mucho y que su amor está muy por encima de cualquier suceso que lo pueda afectar. Que las sigan esperando con el rosario en la mano hasta altas horas de la noche, y con docilidad a los designios de Dios acepten lo que la vida les vaya ofreciendo. Que las sigan esperando con las mismas ansias y el mismo amor que tuvieron durante los nueve meses de embarazo. Con el tiempo, el buen ejemplo y la ausencia de reproches las hará cambiar.
También comprendo sin disculpar a esas hijas -ahora mujeres- que por un motivo u otro se han separado del que fue su marido. A partir de ese doloroso rompimiento, la vida se les complicó y no pueden dar marcha atrás, porque para ambos sus problemas desembocaron en algo prácticamente irreversible. Desde el punto de vista espiritual, ellas están conscientes de que no deben acercarse a recibir la Sagrada Comunión porque saben que de acuerdo a las leyes de la Iglesia, viven en pecado. Sus hijos, tal vez ya mayores, intentan hacer su propia vida, y la soledad que ellas sufren como consecuencia, es en verdad mayúscula. Han sentido un vacío y una desesperanza tan grande que varias veces intentaron privarse de la vida. No tienen un aliciente, no conservan una ilusión, y si aparte de ello su madre las regaña constantemente, pueden llegar a perder el interés de seguir en este mundo. Con esa forma de vida, son presa fácil para todos los hombres que buscan una aventura, para todos aquéllos que no les importa seguir hundiendo a una mujer.
Formemos en el hogar una atmósfera de paz y serenidad para cumplir con los objetivos que nos trazamos en un principio y que debido a lo complicado de la vida nos vimos en la necesidad de avanzar por otros senderos. Aún es tiempo de corregir errores, de sanar heridas, de atraer a los nuestros, de pedir perdón, de llorar juntos, de olvidar el pasado, de tejer el presente, de volver a soñar. Aún es tiempo de sentir que no todo está perdido, que las ilusiones pueden volver a nuestra casa, que la sonrisa puede iluminar nuestro rostro y que las bendiciones de Dios también son para nosotros. Pintemos de colores nuestra vida para que la vida de los demás no la veamos en blanco y negro. Hagamos nuestra la esperanza y no recordemos jamás que la habíamos perdido.
zarzar@prodigy.net.mx