“Poco dais si sólo dais de vuestros bienes. Dais de verdad sólo cuando dais de vosotros mismos. Pues, ¿qué son vuestros bienes sino cosas que guardáis por temor de necesitar de ellas mañana? Los hay que poco dan de lo mucho que tienen; y dan para suscitar el agradecimiento y su oculto deseo corrompe sus dones. Los hay que poco tienen y que lo dan por entero. Éstos creen en la vida y en la bondad de la vida y sus cofres no estarán nunca vacíos. Y los hay que dan con alegría y esta alegría es su recompensa. Y los hay que dan con dolor y este dolor es su bautismo. Gibrán Khalil Gibrán Cuando el reloj de la vieja catedral de Morelia marcaba las cuatro de la tarde, el capellán del sanatorio salía del cuarto trescientos veinte de la sección de cuidados intensivos. Acababa de confesar y de impartir los Santos Óleos a don Esteban, pilar de numerosa familia. Al dejar el sacerdote dicho nosocomio, continuó el desfile de familiares y parientes que acostumbraban llevar flores al enfermo. Fue en esos momentos cuando el doctor que lo atendía reunió a todos los hijos y les comunicó que su padre únicamente viviría unos cuantos días más. De esa manera transcurrieron las horas, sintiéndose pesados y muy largos el viernes, el sábado y el domingo, sin que se presentase el trágico desenlace por todos esperado. Al día siguiente, cuando los primeros rayos de sol penetraron en la recámara del moribundo, aparecieron varios de los hijos interrogando a la enfermera de guardia y ésta les contestó que aún vivía. A partir de ese momento, uno por uno fueron entrando a visitarlo y todos coincidieron en pedirle confidencialmente “que de una vez les repartiera los bienes que tenía a su nombre para que él observara el manejo correcto que hacían de los mismos y continuara sintiéndose orgulloso de tenerlos por hijos”. Lo avanzado de la enfermedad, así como el buen corazón de don Esteban, hizo que éste accediera a otorgarles en propiedad todos y cada uno de los bienes que tenía. Los días fueron deslizándose a través del calendario y varios notarios públicos recabaron las firmas correspondientes e indispensables para que los trámites tuviesen carácter legal. Las nueras de don Esteban se desvivían en atenciones para el enfermo y siempre que lo saludaban le depositaban un beso en la frente. Las hijas, aparte de pedirle que también les diera una propiedad, solicitaron que les entregara las joyas que habían sido de su madre y que el anciano tenía guardadas en una caja de seguridad. De esa manera el enfermo se despojó de casi todo su patrimonio que le había costado una larga vida de esfuerzos y sacrificios. Cuando terminó la repartición, sintió una gran tranquilidad, ahora solamente aguardaba el misericordioso juicio de Dios. Las enfermeras y los doctores, acostumbrados a contemplar los pasillos frente a la sala de cuidados intensivos repletos de parientes que llegaban todos los días a ver a don Esteban, se asombraron al notar que durante las siguientes semanas había disminuido notablemente el número de visitantes. De los treinta que a diario hacían guardia, bajó a veinte y luego a ocho, después a dos y posteriormente a ninguno. El hombre se había quedado solo... terriblemente solo; pero al mismo tiempo los médicos se sorprendían al ver que la salud del enfermo ya no empeoraba, sino que permanecía estacionaria y durante los siguientes días registraba una ligera mejoría. Al mes siguiente fue retirado de la sala de cuidados intensivos y principió -con la ayuda de una enfermera- a caminar por los pasillos del hospital. Veinte días después era dado “milagrosamente” de alta por la junta de médicos y salió por su propio pie después de pagar la cuenta que terminó prácticamente con una buena parte de los ahorros que le quedaban. Al capellán no le extrañó su mejoría, por estar convencido de que los Santos Óleos tienen un gran poder de sanación en las personas gravemente enfermas. Conforme pasaba el tiempo, se fueron agotando los recursos económicos de don Esteban y por su avanzada edad no se sentía con fuerzas para comenzar a trabajar de nuevo. Con mucha pena y después de pensarlo durante varios días, llamó por teléfono a sus hijos para comunicarles que ya había salido del sanatorio. Les habló “de la situación económica que padecía y que no quería ser una carga para ellos; pero que por favor lo ayudaran un poco mientras podía volver a trabajar”. Uno de ellos se encontraba disfrutando de un placentero viaje por Europa y no se enteró de su problema; el segundo le contestó que había invertido todo lo que le había heredado en varios negocios y que tardaría mucho tiempo en poder sacarle frutos; el tercero de los hijos le comentó que su esposa controlaba todos sus bienes y que no la quería mortificar con esos problemas. Las hijas prometieron visitarlo de un momento a otro, pero su tono de voz se escuchó como una evasiva a la petición y posteriormente se pudo comprobar que la promesa jamás la hicieron efectiva. Cuando terminó de hablar con todos ellos, guardó silencio, un terrible y prolongado silencio que duró ocho años, los cuales pasó en la más completa soledad, rodeado de miseria y sin poder trabajar porque su salud continuaba siendo bastante precaria. El día que murió, solamente permaneció a su lado uno de los médicos que lo habían atendido durante su enfermedad en el sanatorio, pero que ahora no le cobraba un solo centavo, porque sabía que no lo tenía. Minutos antes de morir, el doctor, acercando el oído, escuchó que balbuceaba en forma insistente una pregunta que parecía tener gran significado para él: “¿En qué me equivoqué Dios mío, si yo sólo buscaba lo mejor para mis hijos... en qué me equivoqué?”.
zarzar@prodigy.net.mx