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Más Allá de las Palabras / Los sentimientos de un padre de familia

Jacobo Zarzar Gidi

Hace muchos años vivía en esta ciudad un hombre bueno, un padre de familia que se quedó viudo y tenía un solo hijo varón. Trabajando muy duro, este señor acumuló una gran fortuna, pudo comprar muchas propiedades y ahorrar varios millones de pesos. Cuando el hijo terminó sus estudios, lo incorporó de inmediato en los negocios, le enseñó su forma de trabajar y éste respondió de una manera positiva. Todo lo que el padre le decía, el hijo de inmediato lo aceptaba, por ser dócil, responsable, noble y bueno. Así trabajaron durante diez años en forma coordinada y ambos se sentían muy seguros al apoyarse mutuamente.

Pasó el tiempo, el padre se fue haciendo viejo y el hijo seguía siendo el mejor de los hijos. Fue en esos momentos cuando tomó la importante decisión de heredar en vida, cediendo todos sus bienes, sus acciones y la mayor parte de sus ahorros a ese hijo que tan bueno le había salido. Así lo hizo, y la confianza otorgada por el padre, animó al muchacho a contraer matrimonio.

Después de cinco años de casado, sucede algo terrible. El hijo de aquel buen hombre se muere en un accidente automovilístico. Este dramático e inesperado suceso cambia totalmente la vida del anciano. Al sentirse con poder y con dinero, la viuda impide a su suegro entrar a los negocios que con tanto esfuerzo y durante tantos años hizo crecer; le retira las mensualidades en efectivo que el hijo puntualmente le entregaba; lo expulsa de la casa paterna y lo obliga a salir a la calle, porque también la residencia donde vivía, la había puesto a nombre de su hijo. Dicen los que lo conocieron que pasó el resto de su vida recogiendo latas de refresco que la gente indebidamente acostumbra arrojar a la calle, y las vendía para poder comer. Así murió en la mayor de las pobrezas...

Esta historia real me ha hecho reflexionar en todos esos padres de familia que se pasaron la vida haciendo un esfuerzo muy grande para juntar un patrimonio, y a final de cuentas, por un motivo u otro no consiguen la felicidad que tanto esperan. Se pasaron la vida al pendiente de las necesidades de su familia, dieron estudio a sus hijos, los formaron para que nadie los lastime, rieron y lloraron juntos, los amaron, viajaron con ellos, los enseñaron a trabajar honestamente, y sin embargo, la vida no les paga con la misma moneda.

Son muchos los padres de familia que conservan en su corazón un sentimiento negativo de los hijos. Esos hijos que en un principio eran buenos, con el tiempo se fueron convirtiendo, a la vista de su padre, en egoístas; en personas que únicamente ven por sus propios intereses, y de esa manera se olvidan de devolver aunque sólo sea un poco todo lo que de sus padres recibieron. No se han fijado que su padre ha perdido por el avance de los años, una gran parte de su energía, de su vitalidad y de su vista; camina lento, le duelen las piernas y hace un gran esfuerzo para seguir trabajando porque no se quiere rendir, porque no desea claudicar. No se han dado cuenta que lleva muy poco dinero en los bolsillos, que se ha encorvado porque siente como si trajera un bulto muy pesado en la espalda. No se han dado cuenta que los sigue amando y que los busca a pesar de no ser correspondido. Que le duele mucho y se entristece cuando los hijos pasan frente a su casa y no se detienen para visitarlo. No se han dado cuenta que se le olvidan las cosas, y que en las cuentas que hace el viejo, ya le queda poco tiempo de vida. No se han dado cuenta, que al estar solo, se le nublan los ojos y se refugia en esos recuerdos de años anteriores cuando aún conservaba la esperanza.

Siempre he pensado que el amor no se limosnea, que el amor no se puede exigir por ser algo espontáneo, limpio, transparente, espiritual y desinteresado. Sin embargo, hay casos muy especiales en los cuales duelen tanto la frialdad y la indiferencia, que el corazón se rebela y tenemos la necesidad de ir a buscarlos otra vez, y de ser necesario cientos de veces, para decirles que los amamos a pesar de todo, a pesar del rechazo constante y del silencio que tanto daño nos causa. Es bueno dar amor y esperar que te lo devuelvan con creces, pero si no te lo dan, pongamos nuestro dolor en las plantas de Jesucristo, y pidiéndole fortaleza ofrezcamos el desapego de nuestros hijos.

Son años difíciles los que estamos viviendo, años de mucha confusión y de pérdida acelerada de valores morales. Algunos jóvenes no se dan cuenta lo que significa tener un padre. Ellos piensan que lo van a conservar toda la vida, pero no es así. Su sacrificio, su sabiduría, su paciencia, su ternura, su carácter, sus gritos, su lucha, su esfuerzo, todo ello se irá derrumbando poco a poco como los viejos árboles que se inclinan y finalmente mueren en la tierra agreste que los vio nacer. Únicamente quedará en los hijos, el recuerdo de sus palabras y de sus consejos, de todo aquello que no comprendieron cuando el padre vivía, pero que ahora les quema como una brasa que lastima la conciencia. Necesitamos acompañar a nuestro viejo, escuchar sus relatos y preocuparnos por sus necesidades. Él en silencio espera mucho de nosotros porque su soledad es muy grande, tanto, que no la podemos imaginar. Pero no lo hagamos por lástima, y mucho menos por interés, porque esos sentimientos son mezquinos.

Permite Señor, que los hijos comprendan a su padre, que permanezcan orgullosos de él, que no lo ignoren por sentirse ahora jóvenes, sanos y fuertes; que sepan tener tacto y paciencia, pero sobre todo amor. Que se den cuenta lo que nuestro viejo en su corazón ha sufrido, lo que hay en su mirada, los dolores de su cuerpo, sus achaques, su historia y sus temores. Concede a los hijos el respeto hacia su padre a pesar de que éste ya no cuente con dinero, y que su autoridad siga siendo la directriz que guíe a la familia. Que sus canas sean el recuerdo de muchas batallas que se libraron, pero también el justo reconocimiento de que finalmente no se perdió la guerra.

Permite Señor que no existan pleitos legales de los hijos demandando a su padre. Que el padre jamás maldiga a sus hijos y que de él únicamente reciban bendiciones. Que tenga paz espiritual y tranquilidad económica los últimos años de su vida y que no considere que vivió en vano por todas las mortificaciones que los hijos le causen.

Los hijos honran a su padre cuando lo socorren en su ancianidad con lo necesario para su sustento y una vida digna. Cuando al estar casados lo invitan a su casa, lo atienden y les insisten que de tiempo en tiempo se quede a cenar.

Son abundantes las manifestaciones en las que se hace realidad el Cuarto Mandamiento, en las que mostramos nuestra honra y nuestro amor hacia nuestro padre. Lo honramos cuando pedimos rendidamente a Dios que todas las cosas le sucedan próspera y felizmente, que goce de la estima y respeto de los demás y que alcance gracia ante el mismo Dios que está en el cielo.

zarzar@prodigy.net.mx

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