las secuelas de los linchamientos de Tláhuac con el cese de Marcelo Ebrard y el asesinato del hermano del ex presidente Carlos Salinas de Gortari han venido a darle la bienvenida al último tercio del Gobierno de Fox. Son eventos rodeados de significados que muestran cuán intrincada, riesgosa y compleja ha devenido la realidad política y social del país. De ahí que los balances de estos años del Gobierno de la alternancia sigan siendo necesarios aunque representen una labor ingrata. Son necesarios porque no obstante que se habla al respecto como nunca, la objetividad y la imparcialidad no son nuestras virtudes dominantes.
La ingratitud de la tarea responde al mismo ambiente. El analista independiente corre el riesgo de ser descalificado o artificialmente atado a un interés particular. Quizá éste sea uno de los primeros saldos rojos de estos años. En los espacios de interacción social ha retrocedido la capacidad de objetividad y visión. La misma que en las últimas décadas del viejo régimen progresó en tanto medios, académicos e instituciones confluían en una idea común: el país requería la democracia fruto de una competencia real; el país requería terminar con el sistema de Gobierno-partido único más antiguo del mundo. La certidumbre de la tarea facilitaba la labor del analista. Pero cuando los deseos se cumplieron, las cosas se complicaron. Al calor de la transición, se produjo otro de los saldos más visibles de estos años. Esto es, la creciente polarización de las fuerzas políticas del país.
La polarización no sería problema sino fuera porque funciona bajo un rampante encono que amenaza con desgarrar los tejidos vitales de la sociedad. Todos se dibujan motivados por llevar agua a su molino en representaciones en donde no cabe la construcción de puentes, la negociación de los intereses nacionales, el respeto al contrario, la apuesta al juego limpio. El problema para comunicadores y analistas es que en el ‘interín’, las certidumbres se acabaron. Sin la memoria de las tradiciones de pluralidad y competencia, las dificultades de la labor se multiplican. Esto es muy visible aun en buena parte de los círculos académicos. Unos no ocultan su dificultad para entender y ayudar a entender lo que pasa.
Otros no ocultan su incomodidad para desprenderse de las viejas categorías con las que interpretaban y pretendían explicar todo: “El partido de Estado”, “el corporativismo”, “la derecha conservadora”, “la izquierda progresista”, “las clases sociales”, “el fraude”, “la dictadura perfecta”. Otros más terminan por tomar partido o revelar cuánto echan de menos el antiguo régimen en donde, por lo menos, ya sabían qué querían, tenían y podían hacer.
Los eventos alrededor de Tláhuac resumen muy bien esta marabunta. Ante los linchamientos, los analistas adoptaron el argumento que unos políticos y otros se escupen cara a cara: El fracaso del Estado que Tláhuac muestra. Muy pocos han reflexionado en el asunto más elemental de barbarie social y cobardía humana que puede subyacer en un linchamiento.
Se descuida que desde el Fuenteovejuna de Lope de Vega hasta La muerte que tiene permiso de Valadés, el tema es uno y el mismo: las masas engañadas, robadas, mancilladas, maltratadas, desposeídas y envilecidas por la autoridad que ponen un alto en el camino y terminan por consumar uno de sus sueños más caros. Masacrar, en muchedumbre, a la tal autoridad. Se descuida que una de las mayores perversiones del operar de “las masas” es el desarrollo de sentimientos de invulnerabilidad de grupo que llevan a deshumanizar a los que se perciben como ajenos a él.
De ahí que los linchadores de Tláhuac, instigados o interesados, se compraron un argumento conveniente. Los policías masacrados eran secuestradores de niños o algo peor. Se descuida que ya en ese viaje la otra perversión del grupo, el anonimato, terminó por allanar el camino al asesino que medra con la posibilidad de matar y pasar inadvertido y al cobarde que da rienda suelta a sus instintos y frustraciones, presumiendo públicamente un valor y un coraje de los que en realidad carece.
Enseguida, el cese de Ebrard completa el cuadro. Para el lucimiento público y para alentar la lógica simple de que el Gobierno es el culpable de todo lo que nos pasa, Fox ha puesto a rodar cabezas antes siquiera de terminar una investigación puntual y objetiva.
Pero de nuevo, ¿quién de los que ahora chistan por el proceder de Fox abrieron siquiera la boca cuando en el 96 Zedillo hizo lo mismo con el secretario Garay?, ¿quiénes de los que ahora lo acusan de autoritario no lo venían criticando de falto de carácter? A cuatro años de alternancia las preguntas siguen flotando sin respuesta: ¿Cómo explicar lo que acontece en el país? ¿Qué de los saldos negativos de estos años competen al hombre, Fox, y que a las inoperancias de las instituciones con que contamos? ¿Qué de nuestros problemas sociales agravados es atribuible a las fallas de Gobierno y que corresponde simple y llanamente a los límites férreos e implacables de nuestra cultura cívica?
¿Hasta dónde en suma nuestra aparente incapacidad para progresar en la democracia y avanzar en la modernidad nos dice con sus propias palabras que aún somos parte del México bárbaro del autoritarismo brutal, la violencia en las calles, la muerte sin sentido y la pobreza denigrante que representó John Kenneth Turner como la insuperable muralla que rodeaba y cobijaba la dictadura de Porfirio Díaz?