Con pequeños préstamos y sin exigir garantías han logrado el desarrollo.
EL PAÍS
MADRID, ESPAÑA.-Créditos, no limosna. Es la idea fuerza que ha dado origen a los microcréditos, una herramienta que ha revolucionado el mundo de la ayuda al desarrollo y que el año pasado sacó del círculo vicioso de la pobreza a más de 80 millones de familias en todo el mundo, según los datos de tres mil instituciones de microcrédito de todo el mundo, que se harán públicos hoy. Los llamados bancos de los pobres, -que invierten los principios de la banca al establecer que lo que hay que demostrar para recibir un préstamo es no tener recursos para devolverlo-, conceden créditos de pequeñas sumas (entre 50 y 100 dólares) sin exigir más garantías que el compromiso del grupo de prestatarios de devolverlo, a una tasa de interés similar a la de los bancos comerciales. Esos pocos dólares bastan para comprar una máquina de coser, un teléfono móvil que se convierte en locutorio ambulante o una vaca lechera; lo suficiente para montar un pequeño negocio y entrar a formar parte del engranaje de la economía mercado. Lo que en 1976 empezó siendo un experimento del economista bangladesí Mohamad Yunus, que en 1976 decidido a demostrar que los pobres pagan antes y mejor ha acabado funcionando. Este año, los microcréditos han sacado de la pobreza a 274 millones de desposeídos, cerca del 68 por ciento de ellos, con ingresos inferiores a un dólar diario. Una cifra que iguala las poblaciones de Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Irlanda y Suecia juntas. La mortalidad infantil entre los beneficiarios ha descendido en un 37 por ciento y la tasa de recuperación del crédito ha alcanzado el 98 por cietno. ¿Una de las claves del éxito?: prestar preferentemente a mujeres.
El 82 por ciento de los clientes de estos bancos son mujeres, “porque ellas son mejores pagadoras, se preocupan más por el futuro de su familia y por la educación de sus hijos, son clave en el desarrollo de sus países”, asegura Carmen Velasco, directora de Promujer, una de las experiencias de microcréditos más exitosas de América Latina. Las historias de las clientas de estos bancos bien podrían ser un cuento con final feliz en el que el cántaro milagrosamente acaba por no romperse.
Historias de éxito
Es el caso de Nancy Gómez, que apenas sacaba beneficio con la venta de pasteles que horneaba en su casa de El Alto, en Bolivia. Era pobre y por eso nadie le prestaba dinero. Como no tenía acceso a un crédito pensó que nunca saldría de la miseria. Pero un buen día una entidad de microcrédito le prestó 100 dólares. Con ese dinero compró unas cuantas cintas de video. “Fue mi primer video club”. Después vino el segundo préstamo y con él el segundo video club. Las ganancias le dieron para comprar unos amplificadores y con ellos montó un negocio de sonorización para bodas, bautizos y comuniones. Los réditos le dieron para montar la discoteca que hoy regenta y en la que trabajan porteros, camareros y guardarropas además de sus dos hijos “cuando la universidad les deja tiempo libre”. Sus compañeras del grupo de crédito tampoco se quedan atrás. El negocio de papelería de Marcela Calle va viento en popa desde que compró una guillotina para papel que le permite cortar dos mil folios a un mismo tiempo “antes las cortaba en casa de 50 en 50”. Y Herminia Medrano tiene un puesto de comidas en el mercado de El Alto y una casa en alquiler cerca de su puesto de trabajo. Las tres coinciden en que un banco convencional jamás les habría concedido un préstamo. “Te piden que alguien que tenga una casa en propiedad te avale y eso era imposible”, explica Calle. “Aquí, nosotras 20 somos el aval”. El grupo como garantía es otro de los inventos de este sistema de crédito. “Si una no paga, las demás responden de la deuda”, explica desde Washington John Hatch, el inventor de estos bancos comunales, similares a los que puso en marcha Yunus. “Me dediqué a implantar estos bancos por todo el mundo y hoy tenemos 400”. Hatch defiende que estas entidades no estén “impuestas por la burocracia estatal” y arremete contra el Banco Mundial y los organismos internacionales porque “prefieren gastarse el dinero en grandes proyectos como puentes y carreteras”. Elizabeth Littlefield, responsable del departamento de erradicación de la pobreza del Banco Mundial considera sin embargo que los pequeños préstamos no son siempre la solución para los más pobres. “La deuda les hace más vulnerables y hay gente a la que le hace más falta comida, educación y salud que un crédito. Si no tienen unos mínimos ingresos, de nada les sirve un crédito”, apunta. Las agencias de cooperación internacional de medio mundo se han dado cuenta de que los microcréditos son una de las herramientas que mejor funcionan para erradicar la pobreza porque, al igual que las remesas de los inmigrantes, son los propios beneficiarios los que deciden dónde y cómo invertir el dinero, saltándose intermediarios y la frecuente inoperancia de las ayudas estatales.
Cortan dependencia
Las instituciones de microcrédito operan además bajo la asunción de que escapar de la pobreza no es sólo tener algo que llevarse a la boca sino también cortar la dependencia de las ayudas. “Las mujeres de nuestro programa recibían alimentos donados. Ahora son un modelo para sus hijos, ya no son la imagen de la caridad, de la mujer que sólo puede extender la mano para pedir limosna”, sentencia Velasco. Paradójicamente, estas experiencias demuestran que una vez que se cierra el grifo de la asistencia, empieza el verdadero desarrollo.
Por eso, el informe sobre el estado de los microcréditos de 2004 se propone llegar a los 1.200 millones de personas que viven con menos de un dólar diario para poder alcanzar el Objetivo del Desarrollo del milenio por el que más de 100 jefes de Estado se comprometieron a reducir en un 50 por ciento la pobreza mundial para el año 2015. Unos 700 parlamentarios de Reino Unido, Canadá, Japón, Australia, India y México ya han perdido a las instituciones multilaterales que incrementen su gasto en proyectos de microcrédito. De momento, la ONU ha declarado 2005 el Año Internacional del Microcrédito en intento de que los desposeídos pasen de luchar contra la globalización, a pelear por hacerse con un trozo del pastel.