Se me aparece de pronto y me ve largamente, sin hablar. En su mirada no hay reproche. Hay, si acaso, una vaga tristeza, una melancolía tenue y esfumada.
Yo lo dejo permanecer un rato junto a mí. Luego esa implacable amada, la rutina, me obliga a caminar. Él me mira alejarme y no me sigue. Se queda donde está. Ahí lo encontraré otra vez, o él se me aparecerá de nuevo en cualquier esquina de la vida.
Es un sueño, un sueño de juventud que aún conservo. No sé si vive en mí o si yo vivo en él. Pero una cosa sé de cierto: yo soy ese sueño. Cuando él se vaya yo también me iré. Por eso no renuncio a él. Sería lo mismo que renunciar a mí. No cumpliré mi sueño nunca, a lo mejor. Pero lo sueño siempre. El día que no lo sueñe estaré muerto.
¡Hasta mañana!...