El invierno llegó sin anunciarse. Bajó por las veredas de la sierra, y los últimos días del engañoso veranillo le dejaron su sitio en el Potrero.
Pasan las vacas camino del estanque, y su vaho figura una neblina, o humo de lentas locomotoras silenciosas. Los tordos son oscuras manzanas en la desnuda ramazón, y el crascitar del cuervo quiebra el espejo gris del cielo.
A mí me gusta el invierno, y no le tengo miedo. Lo temeré después, quizá, cuando yo mismo sea un hosco invierno. Pero el invierno me da el regalo de morosas tardes con largas lecturas ante la chimenea, de suaves tibiezas por la noche, y el recio gusto del café ranchero en las mañanas. Me trae también recuerdos: aquella caminata con mi padre por el valle nevado; aquel ladrido con que el Terry hacía que los patos levantaran el vuelo en la laguna...
Frío de invierno afuera. Y aquí calor de hogar, calor de corazón.
¡Hasta mañana!...