Hay en el cementerio de Ábrego una tumba. Nadie recuerda ya quién está en ella. Yo sí lo sé: no hay nadie. Es la tumba de un hombre que vivió solo, pues con nadie quiso compartir su vida. La soledad es a veces un mal inmerecido, pero quien por su culpa vive solo es nadie. Y él por su culpa así vivió, en la sombría soledad del egoísta. Por eso digo que en esa tumba, aunque esté él, no hay nadie.
Al lado de esa tumba salió una flor, una espinosa flor de ortiga. No se posan en ella las abejas, ni las pequeñas hormigas suben por su tallo. Es flor de soledad.
Yo no me alegro por la tristeza de esa tumba y de su flor. La muerte, creo, nos redime de nuestras culpas y maldades. Parece que la vida, sin embargo, no piensa como yo, y condena al olvido a aquel que se olvidó de los demás. Pensemos los unos en los otros, y acompañémonos en el camino. Quizás así mereceremos el don de la flor, de la abeja y la hormiga.
¡Hasta mañana!...