Iba San Virila camino del convento cuando vio a un sapito que había salido de su charco y no acertaba a regresar a él. Seguramente la pobre criaturita iba a morir bajo el ardiente sol canicular. San Virila, lleno de compasión, hizo un ademán y en torno del sapito surgió un pequeño lago de aguas frescas y cristalinas.
Nadie vio aquel milagro. Y sin embargo el santo se avergonzó de haberlo hecho. Hizo otro movimiento con su mano y el lago de aguas claras desapareció. Entonces Virila tomó al sapito y lo llevó a su charco.
-Esto me enseñará -iba pensando San Virila mientras volvía a su convento- que los milagros no son necesarios cuando nosotros mismos podemos hacer el milagro.
¡Hasta mañana!...