Recuerdo con gran cariño a don Fermín González, mi maestro de cuarto año de primaria.
Era pequeño de estatura, gordinfloncillo y rubicundo. En medio de los adustos dómines que eran los otros profesores él era un niño más, como nosotros. Tenía cerquita el agua: así decimos en mi ciudad de aquéllos que lloran fácilmente. Lloraba el señor González con el relato de la pasión de Cristo; lloraba el Día de la Madre al recordar a la suya, ausente; se le salían las lágrimas cuando nos platicaba del pueblo de su infancia.
Al terminar las clases se ponía el señor González un salacot de cazador y les tiraba piedras a los pájaros con su resortera. Jamás lo vimos acertarle a uno: los grandes perros que lo seguían para cobrar la presa -el Fox y el Moro- lo miraban con ojos de reproche. Y era un virtuoso del trompo don Fermín. Lo bailaba en el aire y lo recibía, triunfante, sobre la palma de la mano.
Los demás profesores lo veían por arriba del hombro. Nosotros lo adorábamos. Yo lo recuerdo ahora, y un como aliento de ternura embalsama esa memoria. Recuerdo con cariño a mi maestro Fermín González, niño grande que puso su bondad en mi niñez.
¡Hasta mañana...