Nunca el viajero ha visto tan verde el campo, tan cubiertas de hierba las montañas.
En la tierra donde vive el viajero hay un desierto que parece llegar al infinito por todos los puntos cardinales. Polvo y arena, sin nubes el cielo y en la tierra una erizada soledad de cactos. Pero un buen día caen sobre el mundo los torrentes de Dios. Llueve, y al desierto le salen flores como a un viejo patriarca que le nacieran hijas. Se pierde entonces la vista y se halla en un verdor sin horizontes, y vuelan las altas auras suspendidas entre el azul y el verde eternos.
Así el viajero. Sobre él ha llovido sus claras aguas el amor. Llueve, le llueve al viajero el amor sobre el cuerpo del alma y sobre el alma del cuerpo, y el corazón desértico se le abre como una agradecida flor.
¡Hasta mañana!...