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MIRAJES

Emilio Herrera

Hacía muchos años que no viajaba por nuestras carreteras. Elvira que nunca puso peros para los viajes que por ellas hicimos en el pasado, empezó a ponerlos desde que nació este milenio y, desde entonces, cada vez que salgo de casa por la mañana me encomienda al ángel de mi guarda y me lo sienta adelante a mi derecha, y en el asiento de atrás acomoda a santos que ella conoce y les tiene la confianza suficiente como para confiarles mi seguridad.

Teníamos aceptado que, para nosotros los viajes se habían acabado, más que nada por mi rodilla, mis ojos y mis oídos que, por más ayuda que les proporciono, sobre todo estos últimos que me hacen escuchar unas cosas por otras y cuando todos siguen caminando por lo parejo, a mí lo que escucho me hace ir a los cerros de Úbeda; pero, no, afortunadamente en la familia hay buenos conductores de automóviles como lo demostraron hace poco Miguel Ángel y Perla que nos invitaron hace unas semanas a Mazatlán, y ahora Vidal y Lupita que acaban de llevarnos y traernos a la zona del Bajío, particularmente Guanajuato, con el pretexto de pasarnos tres días en Comanjilla, cuyas aguas termales nos harían bien, y entiendo que sí, que nos hicieron bien, pues, ya de regreso, a Zacatecas lo bajamos y lo subimos a pie, lo mismo sus museos, sin queja alguna.

Íbamos a salir el lunes, pero, no pudo ser, porque a Elvira la agarró, como suelen aferrar esas cosas, sin explicación alguna, un dolor “en la boca del estómago” que no la dejaba ni respirar; pero, como dicen los campesinos: “pa los toros del Jaral, los caballos de allá mesmo”, y Ricardo, segundo de nuestros hijos, que estaba a mano en un santiamén se fue por el doctor Siller, su ex condiscípulo y gran amigo, que llegó tan eficaz y drástico como soñó cuando eligió su carrera. Hizo su diagnóstico y extendió la receta que incluía el viajar al día siguiente. Y efectivamente, unas horas después, Elvira estaba como nueva, es decir, como siempre, cosa que un buen sueño subrayaría a la mañana siguiente.

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De Lupita y Vidal no faltará quién diga, que en eso de la puntualidad parecen ingleses, a lo que ellos contestarán, como alguna vez lo hizo el licenciado Homero del Bosque, siendo Presidente Municipal de nuestra ciudad, diciendo que no lo son; que sólo son bien educados. A las ocho del martes, pues, llegaron a nuestra puerta al sonar la última campanada, porque otra cosa que saben es que “no por mucho madrugar amanece más temprano”, y ya se sabe que viajar con gente puntual hace del viaje un verdadero placer. La segunda satisfacción del día que iniciábamos fue la gastronómica prevista por Vidal haciendo el primer alto en el restaurante “El Zancas”, ¡pues, dónde si no!

¿No dice nuestra gente de campo que “barriga llena, corazón contento?”.

Bueno, pues, para eso. Y a todos nosotros aquel tardío almuerzo nos sirvió como telón de fondo para dar libertad a los recuerdos que todo viaje por carretera saca a flote para compartir con los demás. El único compañero de viaje insoportable es el empalagoso y, afortunadamente ninguno de los cuatro que íbamos en éste padecemos de ese mal. Y como la plática era sólo para aligerar las horas, hasta mi falta de oído, que ahora pasa por ese momento de los qué, qué y más qué? fue soportable gracias a la buena voluntad de todos.

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Lo más extraordinario es el agua: el paisaje que ofrece su ausencia, y la feracidad que nos regala este otro al que vamos entrando donde, si el agua no sobra tampoco falta, hace que la tierra, cada vez más, se cubra de verde en diferentes matices.

Todo lo pasamos por fuera. No entramos a las ciudades, pues lo que hemos de ver, lo veremos al regreso. Y así en nueve horas, sin prisa, pero sin descanso, a las cinco de la tarde estábamos en nuestro destino:

Comanjilla. Y al llegar al hotel, más tardamos en registrarnos que en salir de nuestras habitaciones listos para meternos en la gran alberca de aguas termales que dizque dejan como nuevo al que las nada. Cuando se tiene la edad que yo tengo, estas cosas ya no se creen tan fácilmente, pero, la mayoría de los que aquí vienen son gente de media edad y ellos no tienen por qué dudarlo. Pienso, por otra parte, que si además de las aguas termales ofrecieran otros atractivos, más huéspedes vendrían y no sólo los que buscan el milagro de sus aguas, de las que, por cierto, salimos con ganas de acabar con todo lo que saliera de la cocina o hubiera en el bufé.

Pero los recuerdos a veces traicionan, y ésta fue una de ellas. Los hombres van perdiendo la fe en Dios, y yo, en lo que esperaba yantar, por lo que recordaba de anteriores visitas, ya lejanas, es cierto, en esta ocasión empecé a perder la fe en los recuerdos. Al menos la fe que hasta ahora tenía en los míos. En su descargo pienso que pudiera ser que aquí lo que ha pasado es que los cocineros y los panaderos son otros que aquéllos que hicieron, de verdad, lo que yo recuerdo. Es que, de aquello hace una porra de años...

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Al día siguiente, y así lo hicimos todos los días, después de la nadada mañanera que nos abría el apetito y lo satisfacíamos, tomábamos aquellas carreteras, cercadas por ambos lados del verde que les digo, y en las que, de vez en cuando, aparecían pequeños pueblos llenos de casas en donde los colores rojos, azules, amarillos destacan a distancia, y cuando te acercas o entras por sus calles te enamoran sus pequeños jardines llenos de flores que cuidan amorosamente y por lo tanto lucen delicadamente.

Una de esas mañanas entramos a Irapuato, que estaba dentro del programa desde aquí, como una cortesía de Vidal y Lupita, por ser la tierra donde nació Elvira y en el que vivió sus primeros meses, pues poco tiempo después de su nacimiento sus padres se vinieron a Jiménez, Chihuahua.

Por Irapuato habíamos estado antes en un par de ocasiones, ambas antes del desarrollo que, como tantas ciudades de México han tenido las de esta zona. Según nos acercábamos, los puestos instalados al margen de la carretera ofrecían a los turistas las famosas fresas con crema, pero, nosotros preferimos dejarlas como postre de nuestra comida que hicimos en el centro de la ciudad, en La Cabaña del Río Viejo, por quedarnos frente al estacionamiento, aunque el restaurante tenía a un lado el suyo propio y además por parecernos muy atractivo e invitante.

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Amenizaba un pianista que resultó ser larista y, sin saberlo, me estuvo dando por mi lado sin enterarse. Pero, resulta que, al terminar de comer y pedir el postre los tenían todos, menos el que considerábamos que no había restaurante que en Irapuato no tuviera: las famosas fresas con crema. Pero, asómbrense, no tenía una sola para remedio. Por lo demás su cocina no las necesitaba, es muy buena.

Al día siguiente Vidal nos llevó a la plaza artesanal de Apaseo el Alto.

Él y Lupita son fanáticos de las artesanías mexicanas. Hubo que esperar, porque aunque llegamos como a las once de la mañana, a esas horas sólo un establecimiento estaba abierto. Total que de unos treinta establecimientos sólo cinco habían abierto, y tomaban su día con calma. Cosa de artistas. Allí no hay que darle vueltas, el comercio es de regateo, si no, ni para qué ir. Y si no sabes regatear, ni para qué interesarse por nada, se sale derrotado. Pero, Vidal regateando es un experto. No sólo sabe, le gusta regatear. Hace su oferta, se planta, habla de otras cosas, va y viene, se trata, claro, de piezas interesantes, de buen tamaño y que a su dueño, por muy artista que sea, le gustaría vender. Y allí es donde empieza el juego, que gana el mejor, indudablemente. Y si los dos ganaron, eso tranquilizará el sueño de Lupita y de Elvira, nada acostumbradas a estas cosas, y que a mí me recordaba, mientras sucedía, aquel poema de “La Feria de Jerez”, del padre Coloma, si mal no recuerdo, aunque en esta transacción faltó el vino para celebrarla, como en el poema.

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Visitamos Guanajuato, que me seguirá recordando aquel viaje que todo el personal de Liverpool de la Hidalgo hizo un fin de Semana Santa de hace un chorro de años y que aunque después vimos la locura, todos lo gozamos y guardamos de ello un grato recuerdo. El que vemos ahora no es aquél, ha crecido mucho. Pero su sitio clásico, frente al Degollado, sigue, como siempre. muy concurrido. Por allí acabamos. En el Rhin nos tomamos refrescos las señoras y nosotros cervezas, aunque nunca tan heladas como aquí, y comenzamos a ver el espectáculo que nunca cansa. El de la gente.

Llegado el momento, es decir, cuando ya el hambre apretaba atravesamos la plaza para comer en el restaurante Valadés o algo así. Se come bien, y mientras mejor se come, yo sigo creyendo que hará buen negocio el restaurantero que un día se atreva a agregar un gran salón para dormir la siesta en tablas lo suficientemente inclinadas, después de un gran atracón.

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Como todo lo que comienza acaba llegó el momento de volver a salir temprano para dormir en Zacatecas. Así que nuevamente confiados en la pericia conductora de Vidal y en la confianza que a San Cristóbal le tienen Elvira y Lupita, aquél tomó el rumbo para aquella ciudad. Igual que el viaje de ida, el de regreso fue un viaje tranquilo, sin carreras contra el reloj, y a buena hora entramos en la laberíntica ciudad donde no es fácil, si no la conoces, encontrar direcciones, así que en un par de ocasiones Vidal tuvo que pedir ayuda a los Agentes de Tránsito para evitar ser embotellado.

Como el hambre era buena, apenas registrados y siguiendo la recomendación de uno de los empleados, nos fuimos a un restaurante mexicano que estaba a la siguiente cuadra, y en el cual un “asado de boda jerezano” de la comida típica zacatecana nos dejó más que bien servidos, y listos para ubicar los sitios que queríamos visitar la mañana siguiente, particularmente el Museo de Pedro Coronel, todo esto a pie, subiendo y bajando calles.

En Zacatecas cada paso que das pisas historia. El 20 de enero de 1548 es la fecha que los historiadores dan como la de su fundación, así que de ello hace 456 años, en tanto que nosotros nos disponemos a celebrar el primer centenario. Pero, lo que se nota de inmediato es el gran amor que el zacatecano le tiene a su ciudad, en tanto que entre nosotros de vez en vez se nota que algunos como que no. Ojalá que la celebración del primer centenario de nuestra ciudad sirva para levantar en el corazón de los laguneros el amor que sus antecesores le tuvieron a esta tierra y que, no sé, pero a veces parece incapaz de ciertos sacrificios.

Gracias, Lupita y Vidal, por este viaje y por su compañía.

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