L U N E S
¡Eso! Fernando Royo Díaz Rivera lo ha dicho tal como es: ?Hay que amarrarles las manos a los jueces y agentes del Ministerio Público?. Eso acabará con la impunidad. Y hará, de paso, lucir el trabajo de la policía que hasta ahora cumplía de oquis con el mandamiento del Señor; es decir, sudaba su gota gorda aprehendiendo malhechores, delincuentes, salteadores y criminales sólo para que en cuanto los dejaban a disposición de aquéllos los soltaran, por su bonita cara u otros arreglos, quién sabe, pero la verdad es que días después los volvían a tropezar en las calles haciéndoles burlescos dengues.
Un día llegará a realizarse la aspiración del señor vicepresidente de Coparmex y la de tantos otros que piensan y sueñan como él, y mientras más exigentes se pongan las confederaciones patronales y las cámaras comerciales y clubes de servicio y, en fin todos los grupos representativos de la iniciativa privada, antes llegará ese día en el que se ha de castigar a quienes vienen prostituyendo su propia profesión.
Y por, último, don Fernando tiene, además, razón cuando dice que la cosa no es sólo destituir a los jueces que incumplan la Ley sino de ?aplicarles la pena a la que se hagan acreedores?, que sería lo merecido, justo y correcto y si no fuera porque los derechos humanos los protegen más de la cuenta, yo diría que hasta se debiera pintarlos de amarillo para que todo mundo supiera lo que son, con las debidas excepciones.
M A R T E S
Cuentan que un monosabio de la plaza de Madrid era idólatra del torero Lagartijo hasta el extremo de que no perdía detalle de sus actos en los días de corrida. Es sabido que los toreros, cuando están esperando que se dé la señal para que salgan las cuadrillas, procuran ataviarse lo mejor posible, con el capote de lujo, para que su figura sea más galana y airosa.
Lagartijo jamás tuvo ese cuidado. Sentado en una banca y con la capa terciada en el brazo, esperaba, indiferente, el aviso de la salida, y cuando sonaba el clarín, se ponía de pie, se echaba el capote por la espalda y, con un movimiento rápido, cogía uno de los vuelos y lo fijaba con la mano izquierda en la cintura, dejando libre y suelto el brazo derecho. Y quedaba tan perfectamente puesto, con perfil tan clásico y aire tan majo, que el mozo de la plaza, que previamente se había sentado enfrente para contemplarle, se entusiasmaba y exclamaba: ¡La custodia!
Y esto lo repetía siempre que Lagartijo toreaba en Madrid. No obstante, afirman, que el aspecto de Lagartijo era ?rústico y basto?, lo cual no era obstáculo, para que a un monosabio le pareciese monumental y hasta divino.
M I É R C O L E S
Hace unos días mi buen amigo Francisco Aguilera Méndez, me prestó un folletito en el que se habla brevemente del Cid, y que me recordó el libro sobre él donde José Luis Olaizola lo llama ?El Último Héroe?.
Algo así como 923 años hace de todo aquello, cuando el Cid ?emprendió a marchas forzadas el camino de Vivar?. Sus amigos Alvar Hañez, Minaya y Martín Antolínez le siguieron a sabiendas de que a el Cid no le quedaba más remedio que la guerra en tierra de moros, y este último les decía a los otros: ?de ésta hemos de volver todos ricos porque Rodrigo Díaz ha nacido para triunfar siempre?. Y así fue. Para sí y para Jimena conquistó Valencia.
En 1099 ?le volvieron a doler todas las heridas que había recibido en tantos combates a lo largo de su vida, desde la que le infligió el bello inglés en la lid de Celanova hasta la de Albarracín. Los físicos le querían sangrar y hurgar, pero quien le curaba les dijo: ?No le toquéis. Conviene que en la resurrección de los muertos aparezca tan hermoso, completo y buen caballero como siempre fue?.
Cuando murió tenía Rodrigo Díaz de Vivar cincuenta y seis años. Sus caballeros lo condujeron al monasterio de Cerdeña donde recibió sepultura.
Los cronistas visitaban en Cerdeña a Jimena para que les contase las hazañas del Cid. A veces se inventaban leyendas tan desmesuradas que la ilustre viuda se enfadaba, pero Ben Elifaz, que la asistía en la administración de sus riquezas, le decía: ?Entre la realidad y la leyenda, deja que elijan la leyenda. Por muchas que inventen respecto a nuestro señor, el Cid Campeador, siempre se quedarán cortos.?
J U E V E S
Cuentan que Tomás Moro, canciller de Inglaterra y personaje famoso en todo el mundo por sus raras virtudes, como no quisiese reconocer en Enrique VIII al jerarca supremo de la Iglesia inglesa, acabó por ser condenado a muerte así bien se le concedía un plazo hasta la mañana siguiente para cambiar de acuerdo.
Llegada la hora de la ejecución , uno de los dignatarios de la corte fue a verlo de parte del rey y a notificarle que el cadalso estaba dispuesto, pero que si había cambiado de parecer lo manifestase; porque en tal caso, le llevaba la gracia real. A lo cual con desprecio del Rey y de su gracia, y aun de la misma muerte, contestó con donaire el constantísimo Moro:
Verdad es, señor, que he mudado de parecer hace poco.
Y como los circunstantes se alegrasen de oírlo hablar así, prosiguió:
He mudado de parecer porque primero había pensado en hacerme afeitar antes de subir al cadalso; pero lo he pensado después más despacio y he cambiado, como digo, de parecer, porque encuentro más cómodo que me corten a la vez, la barba y la cabeza; con que, vamos cuando queráis.
Tomás Moro, santo por añadidura, nació en Londres. Estudió en Oxford, donde hace amistad con Erasmo. Luego trabaja como abogado en Londres. Fue miembro del Parlamento en la oposición. Protegido por Wolsey obtiene el favor de Enrique VIII cuando ya es conocido en el mundo literario por una historia de Pico de la Mirandola y sus versos latinos muy elogiados por Budy y Erasmo. Da en Lovaina la celebre ?Utopía?, plan de constitución social similar a la República de Platón y tan irrealizable como ella.
Sustituye a Wolsey como canciller. Siéndole imposible aprobar ni el divorcio del rey y Catalina de Aragón ni el casamiento con Ana Bolena, ni las reformas que pretende introducir el monarca en la Iglesia anglicana. Dimite sus cargos y se retira a su casa de donde después será sacado para ser encarcelado y, después, decapitado.
V I E R N E S
Ayer se anunció la muerte del líder palestino Yasser Arafat. En vida pensó que su misión era recuperar Palestina. ?Los palestinos sueñan con una Palestina recobrada. Para ello tenían que elegir entre Hussein o Arafat.
El destino de Arafat comenzó en el 67 como Jefe de Estado.
Desjardins dice: ?Arafat había sido nombrado ?único representante de los palestinos?, pero nadie sabía aún con plenitud de causa si era a él y sólo a él a quien debía ser confiado el Estado en gestación, porque fueron las organizaciones de la Resistencia las que lograron que se volviera hablar de Palestina.
Arafat estaba a la cabeza de los nacionalistas. Éstos querían recobrar un país para su pueblo. Los revolucionarios quieren regenerar al mundo árabe, única forma según ellos de recrear una Palestina auténtica.
Allá por el 70 Nasser se entrevistó con Arafat, sigue contando Desjardins, y le preguntó: ?¿Cuánto tiempo necesitas para realizar tu Palestina laica y democrática?? ?Veinte años?, le respondió Arafat y Nasser le repuso ?Qué dirías así tuvieras tan sólo la mitad de tu Palestina, pero en veinte meses?. Arafat no contestó.?
El ideal de aquellos años no pudo ser. Pero la responsabilidad, más que de nadie ha sido, según Said, de las autoridades palestinas y de su máximo dirigente, que acaba de morir inmensamente rico.
S Á B A D O
Yo no sé si es sólo a mí a quien le suceden estas cosas, aunque otros me dicen que, para ellos es que los flamantes parquímetros no jalan. La cuestión es esa que, en los que yo he usado, a la altura de la Cepeda y la Falcón, los mecanismos no trabajan. Se tragan, eso sí, mis monedas, pero, de funcionar, nada. El jueves me decían que es que ese día apenas andaban verificando los de la primera calle citada. Vaya usted a saber. Que sea así me sorprende, pues los encargados de ellos se quejaban de que, como negocio no es el que se creía, pues los usuarios usan los lugares, pero, al parecer no echan en los parquímetros las monedas correspondientes.
Según recuerdo el motivo, o uno de los motivos de que quitaran los anteriores, fue el lío de las monedas, que nunca se traen las necesarias en el momento de estacionar. Y este es el problema que hay que resolver, ya sea con una abundante publicidad recordando las monedas que siempre deben de traerse en el bolsillo o haciendo pactos con comercios donde se puedan cambiar billetes por monedas para los parquímetros. De otra manera sólo van a obtenerse dos disgustos por los parquímetros: el de las autoridades que los encuentran vacíos, y el de los usuarios sin cambio.
Y D O M I N G O
En México el sentimiento de nacionalidad es mezquino, carece de autocrítica, de sentido del humor. JOSÉ LUIS CUEVAS