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MIRAJES

L U N E S

¡Ahí va!, y ni quién lo detenga. Ni el mismo que lo hizo, si alguien lo hizo, porque, sin darle tiempo, se le fue de las manos inmediatamente después del famoso ¡Hágase!

Con el tiempo el tic, tac, de todos los relojes se encargó día y noche de llevar su cuenta, y eso es a lo más que con él se ha llegado, pues no tiene ni por dónde echarle mano, ya que, según parece fue engrasado de antemano. El infatigable Ahasverus, más conocido como judío errante, no obstante sus años de entrenamiento hay ocasiones en que se las ve negras con él, sobre todo cuando tiene que subir montañas, y quisiera que parara, pero, el tiempo, que de él hablamos, es de lo más sordo que hay en este mundo, por la sencilla razón de que no está dispuesto a oír.

Allá por principios de este año Homero quería que, por tratarse de él, hiciera una excepción y prolongara el día en que cumpliría 89 años, pero, “¡que si quieres arroz, Catalina!”, porque el tiempo pasó de largo, como siempre, y el licenciado tuvo que cumplirlos y seguir sumando, cosa que recuerdo porque en un par de días más a mí me pasará lo mismo en eso del cumplir años, aunque sea uno menos, y quería que hiciera un alto pero recordando lo que a él le pasó, no tiene caso.

Parece, pues, que la única manera de tener la sensación de que el tiempo hace una especie de alto es seguirle el paso, como hace Ahasverus, y eso, aunque te conserva joven, la verdad, hay que pensarlo dos veces.

M A R T E S

Por fin tuve la oportunidad de escuchar nuevamente la viva voz de mi compañero dominical de sección Armando Fuentes Aguirre, que hace unos minutos se presentara ante el público lagunero para regalarnos con una plática llena del más seductor buen humor.

Desde aquí le pido disculpas por no despedirme personalmente de él al terminar su intervención: no quise destruir el círculo de sus lectoras diarias que le rodearon de inmediato para felicitarlo, y quienes me llevaron en su coche tenían otro compromiso y no podían esperar.

A Catón lo conocí, por supuesto, desde la primera vez que apareció en nuestro “Siglo”; a Armando Fuentes Aguirre en Septiembre de 1970, con motivo de un acto cultural que Milagro Olazábal organizara en el Merendero Los Sauces. La foto que hoy ilustra esta columna fue tomada esa noche.

Nuestro contacto ha sido, pues, escaso pero suficiente; y eso permitió que cuando lo divisé, antes de la función, sentado en la última o primera butaca de la última fila, y me dirigí hacia allá para saludarlo, no hubo la menor duda sobre quiénes éramos, y de inmediato surgieron los recuerdos de los setenta sobre Rafael del Río, Federico Elizondo Saucedo, sus paisanos que en aquella época vinieron a unir sus esfuerzos con los de los laguneros para hacer posible la revista “Cauce” y todas sus consecuencias.

En el momento en que yo le preguntaba sobre su estación de radio, pregunta que hizo que su espíritu se le desbordara en una sonrisa, llamaron para que ocupáramos nuestras butacas; pero nos volveremos a saludar dentro de otros treinta y cuatro años. No faltaba más.

Los que allí estuvieron saben por qué digo en el primer renglón que deseaba escuchar nuevamente su voz: una cosa es el “Catón” leído y otra el “Catón” oído. Hay que ver y oír cómo maneja su voz. Eso es otro goce.

M I É R C O L E S

Hay días, después de muchísimos años, en que de pronto se le viene a uno la obsesión de un antojo, pero, ¿quién sabe ahora, en estos tiempos de súperes y centros comerciales, lo que era, por ejemplo, un champurrado?, aquella bebida hecha de atole y chocolate de la que cuentan que, al volver nuestros espaldas mojadas negaban conocer, pero, como de todas maneras sus madres las hacían para agasajarlos, las tomaban de sus manos y comenzaban a menear el recipiente con las suyas para que el líquido se enfriara, lo que al ser observado por sus familiares les decían: Pues no lo conocerás, pero el meneíto no se te ha olvidado.

Cosas como ésta que antes se conseguían fácilmente, hoy son difíciles de encontrar, los famosos antojos especialidad que fuera de las abuelas de antes y que las de ahora no quisieron aprender porque, al cabo, ya habían irrumpido los perros calientes y las hamburguesas que venían a competir contra la sabrosura de nuestros tacos, y les dieron buena pelea, para que es menos que la verdad, pero les dieron tiempo y éstos se han recobrado.

J U E V E S

Es fama que Mark Twain no tenía mucha facilidad para hablar en público y que prefería no hacerlo. En cierta ocasión, le dieron un banquete y, después que otro hubo ofrecido el banquete, no tuvo más remedio que dar las gracias. Se levantó y en voz muy suave, como con miedo, dijo:

“Pues les voy a contar un sueño que he tenido esta noche. Yo era un cristiano condenado a ser comido por las fieras en tiempo de los romanos.

Yo estaba solo en la arena del coliseo y todo el público gritaba: ¡El león! ¡El león! Y, de pronto, apareció el león. Iba con la boca abierta como si estuviera hambriento y . . . yo le dije algo en voz baja y se detuvo a escucharme. Le hablé al oído y, en vez de devorarme, se alejó sin siquiera tocarme. Al ver este prodigio, me perdonaron la vida, a condición de que les dijera cómo había conseguido apaciguar al león, qué le había dicho. Y yo les decía la verdad, qué le había dicho: “Oye, león, te advierto que aquí es costumbre, después de comer, hacer un discurso; de manera que, si me devoras ahora, ya sabes lo que te toca” . Y así salvé mi vida.

Le aplaudieron la ocurrencia y aprovechando los aplausos se sentó otra vez.

Contaba que un cliente al salir del restaurante y pedir su abrigo, dijo:

Un abrigo forrador de piel, a lo que le contestaron: “Los abrigos forrador de piel se han acabado, señor.

V I E R N E S

Releyendo el Santa Anna de Agustín Yáñez recibo la sensación de que México, no obstante el largo siglo y medio transcurrido desde entonces sigue igual. Juan de la Granja, el introductor del telégrafo en México, le escribía a la Habana a un su amigo en 1849: “En este país (México), amigo mío, todo hay menos el don de gobierno que Dios ha servido negar a los mexicanos.”

Alejandro Arango Escandón, por su parte, escribía el año anterior a don José M. de la Mora: “el espíritu público está muy apagado, y dudo mucho de que haya alguna cosa capaz de reanimarlo . . . ; pueblo empeñado en cometer desaciertos y en hacer más patente su debilidad con una presunción excesiva . . . ”.

Manuel Ascorve escribía: “Por supuesto que si vamos a buscar el origen de estas desgracias, lo hallaremos en la mala organización social, en el desgobierno, en la falta de respeto, en la desconfianza mutua y general, en la falta de castigos, en el premio que se ha dado al vicio y a la corrupción”.

Y en otra carta de la Granja a su amigo Juan P. García a Nueva York, le dice: “Aquí no hay gobierno, ni quién sepa gobernar, ni quién entienda, ni quiera entender los verdaderos intereses nacionales . . . es una anarquía mansa, porque sin embargo de todo lo que llevo dicho vivimos aquí como si estuviésemos gozando de una paz octaviana.”

¿No se podría escribir y firmar ahora, todo esto?

S Á B A D O

¡Qué semanita! La verdad, ¡qué semanita! Al terminarse nos deja la sensación de que vivimos en una república de ladrones, y de que éstos y los políticos se complementan, y de que la misión de los contribuyentes es proveerles de fondos, estando atentos a que nunca les falten para que puedan ejercitar su ingenio para quedarse con ellos.

Como se les dé más tiempo, podemos estar seguros de que irán saliendo más nombres como los que ahora ya se conocen y de los que se ha ido diciendo: ¡Mira, quién iba a decirlo de éste que tan decente se veía! o bien: ¡No, si ya te lo decía, no puede confiarse de los que parecen moscas muertas; son los peores! Y así por el estilo.

Hemos llegado a un punto en que ningún nombre nos asombraría si llegara a aparecer ligado a la espantosa corrupción que se nos ha dado a conocer. Ahora lo único que nos falta saber es si del otro lado existen hombres capaces no sólo de descubrirlos e investigarlos sino de castigarlos. Éste debe ser el paso siguiente que, si no se da, estamos definitivamente perdidos como país.

Y D O M I N G O

Hágase efectiva la responsabilidad de los funcionarios y empleados de toda especie, para que pueda decirse que la moral es la base de nuestra política. FRANCISCO ZARCO

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