L U N E S
Comamos y bebamos que mañana moriremos, como San Pablo escribió a los corintios en su primera epístola: fue lo que hicimos los amigos de Pancho Ledesma antes de ayer en su casa a donde fuimos a celebrar su aniversario mayor, hasta ahora. Para empezar: un tequilín, como es de orden, luego, a la advertencia de: “siéntase como en su casa”, cada quien lo suyo, en tanto un conjunto musical ejecutaba música de los recuerdos. De los recuerdos de don Francisco, y de casi todos los asistentes.
Martita, entre tanto, discretamente, ponía en bufé los guisos al estilo Familia Ledesma Torreblanca. Sabrosísimos todos. Hubo sazón, punto, gusto y sabor en todo lo ofrecido por la dueña de la casa. ¿La prueba? No quedó ni rastro de lo que nos ofreció.
Ya manducados; ido el conjunto comercial y pasando todos, como no queriendo la cosa, de la plática amistosa de sobremesa a un sugerente tarareo, el arquitecto Miguel H. Ruiz estiró hacia atrás de su silla el brazo, y encontró, cosa asombrosa, una guitarra que, increíblemente, era la suya; pero encontró también, que a un lado suyo estaba Mauricio Villalobos, y al extremo de la mesa el “Chamuco” Villarreal, quienes, con sólo ver la vihuela mostrada por el Arqui, comenzaron a entonarse, y no para nada porque al rato entre los tres armaron un jaleo musical en homenaje al señor Ledesma que hizo de la tarde “una hora inmensa”, como recuerdo que alguna vez dijo García Lorca sobre el tiempo granadino. Estoy seguro de que nuestro buen amigo, don Pancho, abrevará en los recuerdos de esa tarde durante años el resto de su vida. ¡Felicidades!
M A R T E S
Del arquitecto Miguel H. Ruiz qué quieren que les diga. Muchas veces antes lo había oído en diversas reuniones y algunos escenarios, aunque la verdad hacía tiempo que no lo hacía. Hoy fue una sorpresa escucharlo, y creo que no sólo para mí, para varios de los asistentes. Siempre fue un buen aficionado, pero creo que en los últimos años su inclinación por su instrumento se ha vuelto exigente y ha tenido que darle el tiempo necesario para pasar de la afición a la maestría, y ya en este plan con tocar hoy de maravilla, cada día tocará mejor. Asegurar hoy esto no tiene chiste, y ni siquiera hay que saber tocar guitarra, sólo saber oír, y más que oír, sentir, corresponder el sentimiento con que H. Ruiz toca lo que toca, música mexicana y música norteamericana, en la que se advirtió su gran habilidad, arte y destreza.
Entiendo que es uno de los constantes a esa esquina de la Escobedo y Madero de nuestra ciudad en la que los viernes se dan cita los amantes de la guitarra para soltarse el pelo y hacer dedos con las cuerdas de las suyas hasta dominar éste o aquel secreto de ellas e irse convirtiendo en lo que un día soñaron y el arquitecto Miguel H. Ruiz cada vez lo logra más. Cuando se toca como Miguel H. Ruiz ha comenzado ya a tocar su guitarra, se convierte en un eco de todas las almas, según dijo, algún día, Concepción Arenal.
M I É R C O L E S
Pues, nada, que todos hemos visto no sólo en películas, también en noticieros, que en cuanto los soldados de Norteamérica llegaban a los pueblos que iban a “defender”, lo primero que hacían, aparte de revolver más las greñas de niños que se les acercaban, y aún de alzarlos en brazos, era sacar de las bolsas de sus camisas los chocolates de la tan conocida marca, de la que siempre van bien provistos, para regalárselos. Aquello no fallaba y los niños los cogían con avidez, haciéndolos desaparecer en sus bocas en un santiamén.
Con las jovencitas era otra cosa. Para ellas iban provistos de medias, pañoletas y esas cosas. Total que eran una especie de reyes magos, sin necesidad de esperar los fines ni principio de años. No diré que qué finos eran los soldados norteamericanos, pero sí que qué buenos. ¡Y qué ricos!, añadía alguien, para explicar por qué otros soldados no hacían lo mismo.
Pero, ahora resulta que ¡cuidado con ellos!; que son como cualesquiera otros. (¿Y por qué no iban a serlo, si son hombres como los demás, aunque crean que, como norteamericanos, pueden pensar que son casi dioses?) Por lo tanto, resulta que abusaban y maltrataban a sus prisioneros iraquiés, cosa que sus superiores sabían desde siempre, no obstante lo cual lo negaban. Es decir, que ser norteamericanos no les quita el ser hombres y, como tales, igual a todos. Y de la nacionalidad que se sea, si el hombre es cobarde oprimirá al caído. Eso no falla.
J U E V E S
Cuentan que Rembrandt tenía, como todos los pintores, sus secretos técnicos. Y le disgustaba que otros observaran sus cuadros muy de cerca, como para descubrir aquellos secretos. Les decía: “La pintura se hace para ser mirada; no para ser olida. El olor de la pintura es malo para la salud”.
Como se ve Rembrandt tenía sus cosas. En otra ocasión un señor le encargó su retrato. Una vez terminado no le gustó, y lo dijo: “Pintáis muy bien; pero no acertáis el parecido.”
Rembrandt le dijo que si no quería el cuadro lo vendería a otro. El cliente le dijo que no era para tanto, que él posaría unas cuantas sesiones más para ver si le mejoraba el parecido, y quedaron de verse al día siguiente.
Cuando el cliente se fue, Rembrandt pintó en el suelo de su taller una moneda de oro. Y la primera vez, después de aquello, que el señor fue a posar, vio la moneda y se inclinó para recogerla. Rembrandt se echó a reír comentando: “Y luego me diréis que no acierto con el parecido.”
Rembrandt era un dibujante excepcional, como lo son todos los buenos pintores. Estaba un día invitado en la casa de un amigo suyo. Ya se iban a sentar en la mesa cuando advirtieron que faltaba sal. El anfitrión mandó a su criado a comprarla.
Mientras lo esperaban, Rembrandt, rápidamente, dibujó los rostros de todos los que estaban allí. Y les dijo: “Todo pintor debería dibujar así, rápidamente, tres o cuatro horas todos los días.
V I E R N E S
Salvador Vallina escribió hace años sobre Unamuno un artículo que acontecimientos últimos me han recordado. Decía: “¿Qué podía esperarse del quijotesco Unamuno, el de la leva para el rescate del sepulcro de Don Quijote, sino quijotadas? ¿Y qué otra cosa, más que disgustos produce el quijotismo? No es posible arremeter “contra esto y aquello” impunemente.
Menos se puede, aún, cargar sobre molinos de viento que luego resultan gigantes, agitar las inteligen-cias en siesta para que despierten o llevar la lucha, la agonía, la antinomia del alma propia al común de las almas tranquilas, plácidas, satisfechas de su monolítica simplicidad.
Y recordaba, el propio Vallina, las dudas de los dos amores del vascuence: Dentro de mi corazón luchan dos bandos y dentro de él me roe la congoja de no saber dónde hallará mañana su pan mi espíritu.
También lo dice en prosa, cierto que nada prosaica: “Mi vida toda se mueve en un principio de íntima contradicción. Me atrae la lucha y siento ansia, ansia de quietud y paz.”
Siempre estuvo claro que Unamuno no clavaba clavos con la cabeza, como los tozudos, sino que la empleaba para su función específica, que es la de razonar, muchas veces en pugna con el sentimiento.” Pero, bueno, así se vienen a veces las cosas.
S Á B A D O
Don Arturo, que días atrás se las vio frente a frente con la Parca; que se hizo de términos con ella, no para implorar sino para que supiera que le daba lo mismo y, con ello, la convenció de que se trataba de todo un hombre que merecía una extensión para seguir dedicándose a lo suyo que es la vida, anda entre nosotros nuevamente, gracias a Dios, como si nada.
Hombres como don Arturo son los que, desde siempre han vivido enamorados de la región y la han ido embelleciendo y enriqueciendo sin prisas, pero sin descanso. Ahora, apenas saliendo de lo que ha salido, anda ya pensando en campos deportivos para niños; pero, antes, hay que recordar los miles de árboles que ha plantado en la región. Por la ciudad industrial no ha dejado de mirar, y no hace mucho la decoró con una hermosa escultura, la de “El Herrero”, que le donara. Esfuerzo suyo es la cristalización de “Las Pirañas” hermoso sitio de descanso en la presa “Francisco Zarco” al que acuden semana a semana los que creyeron en esa posibilidad y allá hicieron las cabañas que hoy disfrutan.
Lo que ha hecho don Arturo Rodríguez Meléndez, lo ha hecho quitándole tiempo a su propio y exitoso negocio, y convenciendo a sus amigos de la bondad de sus ideas. Un hombre como él merece el reconocimiento de nuestra ciudad, (investíguese y se verá); pero, “en vida, hermano, en vida”, no dejando para mañana lo que no sólo se puede hacer hoy sino se debe.
Y D O M I N G O
El adulto, al educar al niño, lo llena de trampas. Le castra su imaginación. Lo incorpora a una sociedad convencionalmente sana. JAIME AUGUSTO SHELLEY