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MIRAJES

Emilio Herrera

L U N E S

No sé de qué tamaño sería el Paraíso. Muy chico no debió haber sido, porque si así lo hubiera hecho el Señor, le hubiera dado a su primer habitante un cómodo sillón desde dónde contemplarlo en lugar de piernas para caminarlo y dar por sí mismo con los mejores sitios. Pero, tampoco sería muy grande, pues hubiera tenido que andar buscándolo constantemente. El Paraíso sería, seguramente, del tamaño de un grito. De un grito del Señor, que no es poco decir. Un grito del Señor llega a todas partes, lo que pasa es que los descendientes de la primera pareja pertenecen a ese grupo de sordos que no quieren oír, que son los sordos más sordos de aquel Paraíso y de este mundo.

Por poca imaginación que Adán tuviera discurriría y terminaría haciéndose el primer taco utilizando para ello hojas, de parra y de otras memorizando una buena selección. Después de tal descubrimiento, fue cuando Adán se dio cuenta de que estaba solo, pues su primer impulso, totalmente instintivo de buena educación, que ya traería, puesto que le crearon adulto, sería ofrecer: ¿Usted gusta?, dirigiéndose a alguien, sin encontrarlo, lo que le pareció que no estaba bien.

Y qué bueno que estaba solo mejor que mal acompañado, pues, ¿qué hubiera sido de nosotros, ¡horroriza sólo pensarlo!, si el Señor por flojera lo hubiera clonado? Lo de su soledad era cierto, pero, la mejor manera de acabar con ella no era otro Adán, no obstante que todos los “gays” de Massachusetts digan lo contrario, sino con algo diferente: la Eva que nos hizo posibles.

M A R T E S

No hay espectáculo más hermoso que un negocio, el que sea, lleno de clientes. Así estaba el de mi peluquero el último sábado. Desde la puerta le hice con la mano la seña que quiere decir: volveré otro día. Hace años no se podían pasar más de veinticuatro horas sin que aquello se notara y alguien nos dijera: “El peluquero te anda buscando”; pero en estos tiempos ya no hay pelo largo y lo mismo se puede volver al día siguiente que semanas después, nadie lo va a notar.

Hoy acompañé a Elvira a los comercios capitalinos que se instalaron al Oriente de la ciudad. Serían poco más de las cinco de la tarde cuando llegamos. Ella iba a cambiar algo que le habían regalado y no le quedó.

Nosotros, otra pareja, y otra persona que algo buscaban eran todos los clientes que allí había en lo que yo alcanzaba a ver. Y así como da gusto ver los negocios llenos, da tristeza verlos tan vacíos.

Antes de venirnos aprovechamos para tomarnos en uno de los cafés un par de capuchinos y seguir observando. También allí éramos los únicos clientes. En ambos lados nos atendieron dando el servicio que se les pidió, pero, en ninguno sugirieron u ofrecieron nada más, como si estuvieran hartos de vender.

M I É R C O L E S

Es imposible decir cuándo empezó el arte de pintar; pero cuando se descubrieron los grabados y pinturas naturalistas, enérgicas y vitales existentes en algunas cuevas de España y Francia parecía increíble que los artistas hubiesen podido ser cazadores prehistóricos, y aún más increíble que hubiesen podido pintar en aquella forma hace entre quince mil y veinte mil años. Fue Henry Breuil quien, más que cualquier otro hombre, convenció al mundo de que era realmente así. Nacido en la región de Soissons, se dedicó desde muy joven a la historia natural de la arqueología, y aunque siguió la carrera eclesiástica se pasó toda la vida no en los cuidados de la parroquia, sino en investigaciones arqueológicas y, sobre todo, en los problemas de este arte en la antigua Edad de Piedra.

Las pinturas rupestres de la cueva de Altamira, en el norte de España, fueron descubiertas en 1875. En 1901 Breuil encontró pinturas y grabados parecidos en el valle de la Dordogne, sur de Francia, en las cuevas de Fonte de Gaume, Les Combarelles y la Mouthe. Breuil no se limitó a argüir una y otra vez convincentemente que las pinturas eran auténticas, sino que procedió a copiarlas en cuantas cuevas fue posible, hasta que – esto ocurría antes de los buenos días de la fotografía – el mundo aprendió a ver el arte paleolítico superior a través de las manos y los ojos de Breuil.

J U E V E S

Jakob Fugger tenía catorce años de edad cuando empezó a trabajar en Augsburgo en el negocio de su familia, pero la especiería, las sedas y los artículos de lana atraían menos su atención que “otras varias empresas de mayor rendimiento, como letras de cambio y minas”. En 1487 hizo un préstamo al archiduque Sigmundo, del Tirol, recibiendo en garantía del préstamo algunas minas de plata y de cobre de elevado rendimiento. Cuando Sigmundo transfirió el Tirol al emperador Maximiliano I, se inició la famosa sociedad entre Jakobo Fugger y los Habsburgo. Maximiliano muy descuidado de los asuntos de su Imperio, hipotecó ingresos muy provechosos con tal de obtener el dinero efectivo que precisaba. Fugger estaba siempre a su lado para obrar en su nombre. También jugó un papel en los males que condujeron a la Reforma. El dinero que había prestado al arzobispo de Maguncia no podía restituirlo éste más que con el producto de la venta de indulgencias. Se dice que no se separaba nunca del perdonador del arzobispo, un agente de Fugger, que acompañaba a aquél adondequiera que fuese y se hacía cargo de todo lo cobrado.

En 1517 la casa Fugger era tan poderosa que, con los medios financieros a su alcance, pudo decidir sobre la sucesión a la corona imperial.

Las negociaciones que en aquella ocasión tuvieron lugar demuestran exactamente cuál es el significa-do de la frase “Edad de Fugger”. Carlos I de España lo fue gracias al apoyo económico de los Fugger.

V I E R N E S

Pero, ¿de qué las das, mi querido Raúl Jaik? En todo caso el agradecido soy yo al atestiguar, con los renglones que me envías, tu lealtad al recuerdo de aquellos hermosos días en que ambas familias, la de tus padres y la nuestra, pudieron acercarse de tal manera que llegaron a ser como una sola, y de ello, en este momento, en el que tu hijo cumple 12 años, sientes la necesidad de recordar y lo haces en la evocadora carta que leo.

No te preocupes del estilo de la “carta a tu hijo”. Lo importante es que te hayas decidido a escribirla y a dársela. Es una carta que todo hijo quisiera recibir de su padre. Y para aquéllos que nunca la recibirán, yo me atrevo, puesto que ya es mía, a enviárselas: “¿Y ahora qué? ¿Qué sigue de aquí? Ya son 12 años de amarte, un tiempo más de esperarte. ¿Y ahora qué? Seguiré soñando cada día con verte y volverte a ver? ¿Seguiré conformándome con amarte, y cada día verte un poco ir? ¿Crecerá mi amor cada día, cada minuto, cada respiro y que ver tu cara sea un suspiro, un aliciente para vivir, cómo hasta hoy ha sido?

Dime: ¿Y ahora qué? ¿Es que aún se puede querer más? ¿Es que tiene espacio mi pecho para que cada día crezca este amor que por ti siento?

¿O es que al amarte mi corazón va creciendo?

Mi amor entiende de entrega, el tuyo es compartido; el mío tiene una estrella, el tuyo tiene el mío. Yo lo doy por consecuencia. Tú lo das por concebido. Lo tomas con impaciencia, yo por correspondido.

Tú vives en mí; yo vivo contigo. Mi vida empieza en tu existencia; mi mente siempre te piensa; mi alma no tiene olvido.

¿Seguimos de la mano, y que Dios nos guarde un lugar donde podamos estar juntos por siempre, o recordamos esto como la primera parte de tu vida y la mejor de la mía?

Ahora dime, hijo, ¿qué? ¿Seguimos?”

S Á B A D O

Antes de empezar a escribir el novelista noruego Knut Hamsun se había dedicado a otras profesiones, entre ellas la de conductor de tranvía.

En aquella línea el conductor gritaba los nombres de las paradas. Y así los pasajeros sabían cuándo les tocaba bajar. Una vez se equivocó, grito una parada por otra y se produjo cierto alboroto entre los pasajeros. Aquello le gustó y desde entonces de vez en cuando equivocaba adrede algunos de los nombres. Hasta que los pasajeros dirigieron una protesta a la compañía. Un director llamó al orden a Hamsun. ¿Es qué no se da cuenta de lo que hace? Sí señor; me doy perfecta cuenta. Pues, ¿por qué lo hace? Porque me divierte, señor. ¡Y lo despidieron!

Y D O M I N G O

La única valentía radica en hacer frente a la vida mediante el ejercicio, arduo a menudo, de una decisión clara y racional, naturalmente encaminada al mejor entendimiento del hombre. Lo demás es fuga, crimen de lesa hombría. JAIME GARCÍA TERRÉS

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