L U N E S
Con eso de las bodas reales, por una parte, y amoríos principescos por la otra, algunas anécdotas se recuerden o la curiosidad de saber qué diantres es esto o aquello. Una jarretera, por ejemplo. ¿Quién no ha oído esto, no una o varias veces hablar de esta orden de la Jarretera? Bueno, pues resulta que una jarretera no pasa de ser una liga, aunque eso sí, muy bien colocada. Nada menos que en el jarrete, que es la parte alta y carnosa de la pantorrilla, hacia la corva, que en francés se llama “jarret”.
¿Qué cómo fue posible que una orden llevara ese nombre, el de algo que a lo largo el tiempo sólo ha servido para sujetar las medias? Ahí está la anécdota. Y no sólo una, dos.
Eduardo III, rey de Inglaterra, fue el fundador de la orden. La fundó en Francia, después de invadir parte de su territorio. Y es que, al lanzarse a la invasión a sus altos jefes le dio como, santo y seña, la palabra “gaster” que en francés es “jarrettere” y en español jarretera o liga. Todo salió a pedir de boca al principio de la invasión, y el rey convirtió la palabra y el objeto designado por ella en símbolo de una orden. Y para evitar malas interpretaciones, el lema que dio a la orden fue el tan conocido, o sea: “Mal haya quien mal piense de esto”.
La otra versión es otra cosa: El rey Eduardo traveseaba con una dama de la corte, la condesa de Salisbury. Entre una y otra travesura a ella se le soltó la liga, que el rey ató a su propia pierna, y como un cortesano se sorprendiera, le soltó aquello de los mal pensados.
M A R T E S
Caracoles con el tabaco. Ahora resulta que cada día 147 fumadores se mueren antes de tiempo por su afición al tabaco que, como sabes, es una de las cosas que México dio al mundo y, pues, nada, tiene que poner la muestra fumándolo a sabiendas de que va a acortar su vida en ese acto de valentía.
Al principio, allá por los años veinte el tabaco tenía que recurrir a ciertos recursos para buscarse adeptos. Los que fumaban cigarros de hoja, se divertían de lo lindo haciendo su propio cigarro, y en ello se llevaban más tiempo que en fumárselo. Cuando aparecieron los cigarros de cajetilla, algunos de sus fabricantes ofrecían premios en efectivo, en monedas de plata dentro de algunas que eran una especie de reintegro a sus compradores. Pero resulta que algunos de los detallistas en sus ratos de ocio palpaban las dichosas cajetillas y aquéllas en las que detectaban las monedas de plata de premio, las separaban para abrirlas con mucho cuidado, sacarles el premio y volverlas a cerrar para venderlas, ocupación en la que fueron sorprendidos muchas veces los dueños de las tiendas de las esquinas, de las que entonces había muchas en nuestra ciudad, por sus propios clientes fumadores que protestaban iracundos.
Con la mercadotecnia actual el consumo de cigarrillos se ha vuelto altísimo y por ello las empresas tabacaleras donarán un peso por cada cajetilla vendida para proteger de otros peligros a los mexicanos, pues todos los adictos quieren morir dándole el golpe al cigarro.
M I É R C O L E S
De vez en cuando los hombres de negocios también se ven en la necesidad de comprar tiempo. Al menos eso me contó hace años un amigo que lo hizo. Claro que, como en todas las cosas, en esto de comprar tiempo, la suerte, quiérase que no, interviene.
Si lo que se compra es tiempo, ya se podrá suponer que la compra no es al chas chas ni cosa que se le parezca, pero si interviene en ello la mutua confianza, sin confianza la cosa no camina.
Es decir que nadie le concedería un plazo, largo o corto, es lo de menos para pagar aquello que usted desea adquirir, y aceptar luego que usted les pague con un cheque, cuyo valor usted sabe que no tendrá disponible en su cuenta sino, digamos, tres días después.
En eso estaba, me decía mi amigo, el truco de su amigo, que compraba ese tiempo que necesitaba enviándole a su acreedor un cheque con algo equivocado, el valor en números o el valor en letra de tal manera que no coincidían, de donde resultaba que tenían que devolvérselo para corregir el error premeditadamente cometido, con lo que había comprado, según él el tiempo que necesitaba. Y digo según él, porque una de las veces resultó que el dinero con el que se iba a pagar aquel cheque unos después con el depósito de otro cheque de un acreedor suyo no pudo cobrarse porque también estaba probando la treta y sus cheques estaban equivocados. Claro que estas cosas podían hacerse hace sesenta o más años, que fueron los tiempos de mi amigo, pero, no ahora en tiempos de la computadora.
J U E V E S
No sé si usted recuerde a Brigitte Bardot. Cuando empezaba a ser famosa fue presentada, en una fiesta de sociedad, a una vieja dama muy intransigente en lo que atañía a las costumbres licenciosas, y no se mordió la lengua para decirle a la Bardot todo lo que de ella pensaba. Le dijo que no aprobaba su excesiva licencia en el vestir, y en la forma de moverse y de provocar a los hombres en sus películas, y que aparecer desnuda, como aparecía en algunas no le honraba ni a ella ni a Francia en nada. Que esperaba que en sus próximas actuaciones fuera más limpia. La Bardot le dijo que sí; que se lo prometía; que en su próxima película, en atención a ella se bañaría totalmente desnuda tres veces.
La Bardot, como algunos de ustedes recordarán, estuvo en México donde hizo una película. Aquí no faltó quién le contara lo que se le cuenta a todos los turistas: que Dios después de crear a México se quedó admirado de lo que había hecho repitiendo sólo ¡Hágase esto y hágase lo otro!, y a sí mismo se dijo que se había excedido, que aquel cielo tan azul, aquella tierra tan fértil, y este subsuelo tan rico rompía el equilibrio de la creación; en fin, que se había excedido.
Y entonces, en un impulso de justicia y para restablecer el equilibrio, creó a los mexicanos. (Y aquellos mexicanos que la Bardot conoció eran los de hace medio siglo. Si hubiera conocido a los de ahora, y además políticos, se hubiera dado mejor cuenta de la obra del Señor en México.)
V I E R N E S
Bueno, amigo mío, tú que sabes, dime ¿qué es la vida? Cuando ves esas películas que se desarrollan en el Mediterráneo, donde parece que los nativos jamás han visto en su vida una mujer fea, pues todo lo que allí se mueve es hermoso y a nadie le duele una muela ni cosa que lo valga, y todos estacionan esas costosas marcas de automóviles para subirse a un yate en cuyas cubiertas bellezas que no concursan en esos eventos de bellezas femeninas, como el que acaba de terminar hace un par de días en Colombia o por ahí porque están totalmente seguras de ser más hermosas que todas las participantes, digo, cuando ves eso tienes que decirte que eso, eso seguramente es la vida, la vida que nadie quisiera perder.
Pero, resulta que el mexicano más pobre, definitivamente paupérrimo, aquél para quien tú imaginas que la muerte es una bendición, si le preguntas si quiere morir te contestará que no. Y cualquiera si un día lo asaltan y lo maltratan golpeándolo y le van pidiendo todo lo que le ven, el reloj de marca, sus anillos, la cadena que lleva al cuello, la cartera y, en fin, lo que lleva puesto, y aun la ropa interior al verla de marca, y por supuesto, el coche en el que los asaltantes habrán de escapar, bueno, pues hasta ése, cuando los ve esfumarse seguro que llorará agradecido porque le dejaron la vida. La vida que es algo más que la riqueza, que la comodidad, que la pobreza. La vida que es, según parece, el solo hecho de existir, de sentirse vivo. Y que todo lo demás es cuestión de suerte, pero debajo, muy debajo de la vida.
S Á B A D O
Otra de las cosas que nos trae locos es el tiempo. ¿Qué diablos es el tiempo? En los centros comerciales, por supuesto, no se vende. Podrá usted pasarse el día entero yendo a preguntar por él de uno a otro y lo más que obtendrá como respuesta serán las bocas abiertas de los preguntados.
Virgilio dejó dicho que “Breve e irreparable es para todos el tiempo de la vida”, y Tertuliano, por su parte, afirmaba que “El tiempo es un gran velo suspendido delante de la eternidad como para ocultárnosla”. La verdad es que acerca del tiempo, como de tantas cosas, el hombre desde el principio se volvió bolas y en ellas sigue enredado. Y es que, igual que la vida, el tiempo, largo o corto, somos nosotros, y Sanseacabó. Dejar pasar el tiempo es dejar pasar la vida, que no necesita de mucho, por otra parte, para perderse.
Y D O M I N G O
Acostumbrados al monólogo e intoxicados por una retórica altisonante que los envuelve como una nube, nuestros presidentes y dirigentes difícilmente pueden aceptar que existan voluntades y opiniones distintas a las suyas. OCTAVIO PAZ