Parafraseando a Paul Bairoch, los mitos son conocimientos erróneos de la historia económica compartida por economistas, científicos sociales, políticos o el público en general. Los mitos pueden tener diversos orígenes y agarraderas, pero arrancan de diagnósticos no totalmente divorciados de la realidad y entremezclados con los paradigmas del orden económico universal de la época.
La ideología de las últimas cuatro décadas redescubre las bondades del mercado y los males asociados al Estado, la primacía de la libertad económica individual sobre los derechos colectivos. Esas nociones cobran vigencia en México y América Latina frente a los excesos gubernamentales que hacen crisis en la década de los 80, con déficit presupuestales enormes, inflación desbocada y depreciaciones cambiarias. Combatir los dispendios gubernamentales y acabar con las tendencias a la hiperinflación cobró validez, como también el abandonar el proteccionismo interno para centrar los esfuerzos en el aprovechamiento de los mercados internacionales. Llevar adelante esas transformaciones obligó a exageraciones ideológicas a fin de convencer y pasar por alto los costos del cambio de estrategia.
Poco a poco se olvidó que los mercados son construcciones estatales usadas por las sociedades para ganar eficiencia y facilitar la formación de capital, pero que necesitan del Estado a fin de equilibrar a las fuerzas sociales, tanto como para armonizar las demandas del exterior con la democracia interna. Los resultados de aferrarse acríticamente al mito están a la vista, auge del comercio exterior que convive con concentración del ingreso, pobreza, resquebrajamiento del pacto social. Quiérase o no, las metas sociales siempre son diversas, por más que unas sean más apremiantes que otras. Además, es erróneo concebir a las acciones públicas como si estuviesen segmentadas en compartimentos estancos, como si economía, política y sociedad no tuviesen influencias recíprocas. Pensar, por ejemplo, que la alternancia política permite sostener invariantes las estrategias económicas sobre todo si son impopulares, es escapismo insostenible que acaba desprestigiando a la democracia.
En México esa situación está en el trasfondo del desbarajuste político que afecta por igual a los partidos y a las cámaras legislativas. No es la solidez económica la que resiste con éxito los embates de las turbulencias políticas; más bien, es lo inadecuado de los diseños económicos lo que lo hace inmanejable a la política y a sus promesas. La falla no está en la politización de la economía, reside singularmente en la colonización de la política con criterios economicistas impuestos por intereses segmentados, propios o ajenos... Los objetivos socioeconómicos se jerarquizan en torno de prelaciones, idealmente seleccionadas de manera democrática. Aún así, no siempre se prestan a ordenamientos secuenciales -uno primero y luego el otro-, no son invariantes en el tiempo, ni dejan de estar relacionados, apoyándose o contradiciéndose entre sí. Las acciones públicas han de estar enderezadas simultáneamente a atender diversos problemas. Salvo en situaciones críticas, no parece justificado abatir primero el alza de precios, condenando por largo tiempo al grueso de la población a pérdidas acumulativas de ingreso. De la misma manera, parece contraproducente emprender políticas expansivas, sin respeto a las consideraciones macroeconómicas fundamentales. Más sensato es combatir la inestabilidad de precios, sin descuidar los objetivos de empleo y crecimiento.
Pese a ello, se ha creado un mito en torno del combate a la inflación al convertirlo en la obsesión de las élites económicas nacionales, por encima de cualquier otra meta social. Al respecto, conviene tomar en cuenta que muchos de los principales factores causales de la vieja inflación están ausentes y difícilmente revivirán. Hace tiempo que los desequilibrios presupuestales se encuentran dentro de rangos modestísimos. Los déficit de ascender a 17 por ciento del producto en 1982 y 1987, hoy representan apenas entre uno por ciento y dos por ciento. De la misma manera, la fuerza sindical y el liderazgo salarial de las empresas públicas es cosa del pasado. Entre 1982 y 2003, los salarios mínimos se han desplomado 70 por ciento y los contractuales alrededor del 17 por ciento, ambos en términos reales.
Asimismo, se ha dejado atrás el impacto del proteccionismo en los precios, que incluso, ocultaba deficiencias de competitividad. Hoy, la apertura comercial, ahondada por la frecuente sobrevaluación del tipo de cambio, anula y hasta invierte los efectos inflacionarios de la antigua cerrazón de mercados. La supresión de fronteras es antídoto inflacionario eficaz al permitir la importación de bienes de los productores más eficaces del mundo.
Desde 1993, la independencia del Banco Central y la fijación por Ley como su responsabilidad única la de combatir la inflación, ha eliminado las maniobras monetarias destinadas a alentar crecimientos insostenibles atendiendo a razones políticas o electorales. Hace tiempo que la estrategia del Banco de México es sistemáticamente restrictiva. Desde 1997 el crédito interno neto ha sido negativo, pasando de -51.1 miles de millones de pesos en diciembre de 1997 a -360.0 miles de millones en diciembre de 2003. Asimismo, se han cerrado las espitas del crédito del Banco Central al Gobierno. También aquí, desde 1997, las cifras con invariablemente negativas y van de - 63.0 miles de millones a -111.7. miles de millones de pesos.
Apertura y neoliberalismo ha disciplinado a trabajadores, empresarios y Gobierno en hacer del combate a la inflación el objetivo social por excelencia, abatiéndola estructuralmente de modo considerable. Sin embargo, todavía hay algunas alzas de precios, cuyos orígenes alteran la naturaleza de la nueva inflación, aunque los remedios, ya anticuados, sigan avalando el atemperamiento del crecimiento, como medicina principalísima. Entre las fuentes inflacionarias vigentes vale mencionar al tipo de cambio como determinante del precio de los bienes importados y de la capacidad competitiva de buena parte de la producción nacional.
Si se hace excepción de crisis de 1994- 1995, este factor viene influyendo poco, dada la tendencia a sobrevaluar el tipo de cambio abaratando artificialmente las importaciones. Aquí el remedio de fondo reside en exportar más, sustituir importaciones con eficiencia, hasta hacer desaparecer los abultados desajustes comerciales que están en la raíz de las devaluaciones.
Otra influencia inflacionaria se encuentra en las altas tasas activas reales de interés, así como en la falta de acceso de numerosísimos productores nacionales al crédito bancario que los obliga a recurrir a fuentes más onerosas. Esta situación resta competitividad a los productores nacionales o los excluye, como lo prueba el que los préstamos de la banca privada y la de desarrollo hayan caído en términos reales entre 40 por ciento y 50 por ciento en el período 1995-2003. Remediar esta situación depende de que se intensifique y regule deliberadamente la competencia en los sectores bancarios y financiero, así como de cerrar la brecha externa a fin de lograr calificaciones internacionales de crédito más favorables.
La inflación internacional también se transmite al país. Las alzas recientes en las cotizaciones de algunos insumos de uso difundido -como el acero, el cobre y los energéticos-, el repunte de las tasas internacionales de interés, la reevaluación del euro o del yen encarecen de las importaciones de Europa o Japón, sin duda explican gran parte del disparo reciente de la inflación, aunque sus efectos son menos nocivos por no deteriorar directamente la capacidad competitiva del país. Hay presiones inflacionarias que provienen de la producción de bienes y servicios no comercializables, es decir, no sujeta a la competencia de otros países. El poder de mercado transferido al sector empresarial por la privatización-extranjerización de empresas públicas o privadas, frecuentemente influye en el sentido anotado.
Un caso típico lo constituyen las comisiones y los diferenciales entre tasas activas y pasivas de la banca comercial. Otro, está dado por los servicios educativos cuyas colegiaturas subieron entre diciembre de 2002 y septiembre de 2004, 68 por ciento más que el índice de precios al consumidor.
La misma situación se repite con el transporte urbano, el suministro de agua, el comercio interno, los restaurantes y muy diversos servicios. En estos casos, las políticas antiinflacionarias debieran centrarse en afinar y fortalecer las regulaciones protectoras del consumidor y los usuarios.
Por último, cabría mencionar la influencia de los precios de bienes y servicios concertados o administrados. Los primeros, incluyen principalmente producciones no comercializables ya analizadas. Los precios administrados comprenden a las gasolinas, el gas doméstico y la electricidad. Ellos están influidos por los precios internacionales de los combustibles y también, por las presiones del financiamiento presupuestario sobre los precios y tarifas de productos abastecidos mayoritariamente por empresas públicas.
Sin duda, aquí el ingrediente central de la política económica debiera dirigirse a facilitar la inversión, la elevación de la productividad o la reducción de los costos de esas actividades y en disminuir la dependencia de los ingresos públicos de la extracción de excedentes de Pemex y la Comisión Federal de Electricidad. Los precios administrados y concertados en ocasiones suben con mayor intensidad que el índice general de precios al consumidor (13 por ciento más en el período diciembre de 2003 y septiembre de 2004), sobre todo cuando no están sujetos a competencia interna o internacional o a regulaciones estrictas. Así, mientras las tarifas de las llamadas de larga distancia nacional e internacional han permanecido sin variación en el último año y medio, las tarifas del transporte urbano en autobús o taxi, la educación, las cuotas de autopistas, el abasto de agua, se han movido con mayor rapidez que el índice general de precios al consumidor.
En suma, la naturaleza de la inflación nacional ha cambiado y se ha reducido estructuralmente. Sin embargo, los remedios para combatirla se mantienen inalterados a pesar de resultar ineficaces cuando no costosos en términos de la liberación de fuerzas productivas en favor de la inversión y el crecimiento.
Si nos despojáramos de fantasías míticas, habría posibilidad real de combinar razonablemente crecimiento con estabilidad. Analista político.