La llamada por muchos españoles “Boda del Siglo” acontecida el pasado sábado 22 de mayo en la Catedral de la Almudena en Madrid, entre don Felipe de Borbón y la periodista asturiana Letizia Ortiz Rocasolano ha traído a la palestra de las discusiones el tema de la obsolescencia de esas formas propias de la monarquía, que para muchos ya no debieran tener razón de ser en una sociedad tan transformada como la actual, en tanto que otros plantean preguntas como las que a continuación pudiéramos resumir:
¿Es justo que los impuestos que paga el pueblo sirvan para costear no sólo una boda en las que se reunieron una serie de personajes a los que la prensa del corazón ha hecho famosos, muchas veces solamente por el apellido que heredaron?
Yendo a más: ¿Es justo que las casas reales de los países donde subsiste la tradición monárquica, sean costeadas por esos mismos impuestos, cuando que la figura del rey o de la reina se ha convertido en figura decorativa por la reducción constitucional de sus atribuciones, para simplemente reinar pero no gobernar?
Nosotros en el entorno del Continente Americano quizá no comprendamos a fondo, posibles respuestas a estas interrogantes en las que subyace en otros muchos ciudadanos de esos países no sólo el respeto, sino inclusive el amor a la institución monárquica que se da en civilizados y progresistas Estados europeos y asiáticos de nuestros días.
Por ejemplo cuando se desencadenó esa imparable violencia entre naciones que habían sido caprichosamente conformadas en un país llamado Yugoslavia, por medio del Tratado de Versalles, muchos comentaristas serios llegaron a plantear que ese baño de sangre en la península balcánica hubiera podido ser evitado si la figura monárquica hubiera sido la aglutinante de tantas naciones, tal y como había sucedido durante el Imperio Austro-húngaro.
Haciendo caso a esa reflexión bien pudieran justificarse las monarquías británica, belga o española por citar unas, en las que los conflictos de las distintas naciones que conviven bajo las instituciones de un solo país, encuentran en la figura del rey que reina pero no gobierna, una imagen institucional que logra superar muchas diferencias, merced a que dicha figura no sufre del gran desgaste político que forzosamente tiene que afrontar quien debe tomar las difíciles decisiones polémicas diarias que reclama la dificultad de la convivencia política, social y económica de cualquier país civilizado, progresista, pluricultural y polifacético.
Concretamente al rey Juan Carlos I hay que reconocerle un protagonismo insustituible en la construcción de la transición española hacia la democracia, que muy difícilmente se hubiera conseguido sin la existencia de esa figura que no gobierna, que sólo reina y que por ello está por encima de las eventualidades de una política diaria tremendamente desgastante de la figura del que gobierna, y si no hay qué ver cómo la popularidad de la casa real española ha sobrevivido a cinco presidentes del Gobierno de la transición.