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Mujeres políticas

Carlos Fuentes

La primera fue Eva. “¿Para qué comió, la primera casada, la fruta vedada?”, es uno de los villancicos con que los franciscanos, en el siglo XVI, cristianizaban a los indígenas mexicanos. Yo creo que Eva comió la fruta vedada de la libertad, salvando al mandilón Adán (y al género humano) de morirse de tedio en el lugar más aburrido del mundo: el Paraíso. Adán y Eva no cayeron: ascendieron, sin ombligos, a la azarosa libertad de la historia, el trabajo, la cultura, la descendencia...

La historia antigua, a partir de Eva, está llena de mujeres políticas. Cleopatra influyó decisivamente en los destinos de Roma, como antes, en el mundo bíblico, Betsabé, Salomé y desde luego la machetera Judith, estrella de la Biblia en verso escrita por un loco español de estirpe cortazariana (“Vestida como para una tertulia, salió Judith rumbo a Betulia”).

Peligrosas mujeres políticas. Sólo en la Roma imperial, bastan los ejemplos de la madre de Tiberio, Livia, ambiciosa e intrigante, “envenenadora insaciable”, nos dice Gregorio Marañón y sobre Julia, mujer del emperador, añade y Séneca refrenda, que se dedicaba a “la prostitución sin freno”. San Juan Bautista, en fin, perdió la cabeza entre los siete velos de Salomé, la hija de Herodes.

El Renacimiento, aparte de las envenenadoras y manipuladoras usuales, ofrece dos grandes ejemplos de mujeres políticas. Isabel de Castilla maniobró hábilmente para derrotar a su medio hermano Enrique IV y a la Beltraneja para quedarse con el trono de Castilla, unirlo al de Aragón, culminar la Reconquista con un ejército pan-hispánico para tomar Granada, auspiciar el viaje de Colón, oponer su voluntad política a la del Papa, recorrer incansablemente la nueva España unida, someter las órdenes militares (Alcántara, Calatrava y Santiago) a la soberanía real, atraer a los señores feudales a la Corte unificante y auspiciar la unidad idiomática con la Gramática de Antonio de Nebrija. “Ninguna mujer en la historia ha superado sus logros”, dice, admirado, Hugh Thomas en su más reciente y espléndido libro, Rivers of Gold: The Rise of the Spanish Empire.

Pero, ¿Isabel la Católica o Isabel la Caótica? El triunfo sobre el Islam, la expulsión de los judíos y la creación de la Inquisición fueron sólo triunfos aparentes que a la postre, empobrecieron y retrasaron a España.

Las dos grandes Catarinas, la de Médicis y la de Rusia, provocaron, la primera, la masacre de la Noche de San Bartolomé y la segunda una acelerada integración de Rusia en Europa. Fueron las dos últimas gobernantes imperiales de la Vieja Europa, pues las revoluciones francesa y norteamericana democratizaron el papel de la mujer en política y los sesenta “gloriosos años” de la Reina Victoria de Inglaterra fueron, en realidad, regidos por parlamentarios como Gladstone y Disreli.

Queda el ejemplo supremo de habilidad política femenina: Isabel I de Inglaterra, sujeto y objeto de un interesantísimo libro de Alan Axelrod, Elizabeth I CEO (Isabel I, Presidente del Consejo de Administración). Más duradera, como constructora de imperio, que Isabel de Castilla. Más lúcida, como gobernante interior, que Catalina de Rusia, la “Reina Virgen”, Isabel, no lo era pero mantuvo la fachada de su virginidad como símbolo de un poder no compartido.

El largo reino de Isabel I (1558-1603) ofrece múltiples lecciones sobre cómo gobierna una mujer con sabiduría. Su liderazgo era verdadero, no una pose mediática. Desarrolló y mantuvo su imagen de liderazgo y la fortaleció con las habilidades concomitantes. Exhibió dinamismo personal, se comunicó eficazmente, estableció prioridades políticas claras, así como metas efectivas de gobierno. Supo inspirar a su pueblo, manipuló con ética, creó lealtades, formó un equipo, resolvió conflictos. Fue mentor efectivo, guió con el ejemplo, minimizando la micro-administración. Identificó a sus enemigos, promovió una producción económica extraordinaria y dotó a su nación de cualidades excepcionales.

Más que nada, dice Axelrod, Isabel I creó y comunicó visión y la hizo realidad. “Nunca me avergonzaré de presentar lo que pienso”, escribió Isabel. Pero ese pensamiento era reflexivo, desafiante y constructivo a la vez. Sobrevivió sin pánico. Mató a los rumores, no a quienes los propalaban. Supo muy pronto que cultura es poder y poder es conocimiento: la comprueba la “Era Isabelina” de Shakespeare, Bacon, Spencer. Le dio “valor trascendente” a la lealtad. Se mantuvo calmada en las tempestades. Cumplió su palabra, “la palabra del príncipe”, según ella. Adelantó jugadas, pues entendía el carácter fluido y dinámico del poder. Pero la cabeza, escribió, debe siempre privar sobre los pies. Calculó los riesgos. No dio entrada a los consejos de los aduladores. Buscó siempre la información primaria.

“Prefiere la elegancia simple y desdeña las modas esplendorosas”, escribió su tutor, Roger Ascham. No guardó rencores. Se mantuvo ágil y sana. Pensó mientras marchaba. Su negocio, dijo, era el pueblo inglés. “Cuido a mi pueblo”. Pero no permitió que sus emociones nublasen su juicio. Pensaba que dando algo, siempre recibiría más. Compartió los peligros: “Sé que tengo el cuerpo de una frágil mujer... pero tengo el corazón de un Rey de Inglaterra también... y si alguien se atreve a invadir Inglaterra... yo misma tomaré las armas”.

Se propuso crear causa común, establecer principios claros, responder a los desafíos, ser realista, reconocer límites, propiciar el camino del compromiso creativo, proponer obediencia sin matar conciencia. Supo leer el carácter de los demás. Supo quién era quién y a quién conocer y reconocer. Atrajo a los mejores a sabiendas de que no se le puede dar gusto a todos y que una gobernante tiene muchas delegaciones qué atender. Exigir excelencia en su gabinete. Ser la jefa pero aceptar que el poder no es un concurso de popularidad. Delegar poderes, pero apoyarlos también. Pensar seriamente en la generación que sigue. Promover sin prejuicio.

Evitar los conflictos desgastantes. Hacer más que hablar. Saber que los gritos son innecesarios. Esperar lo mejor pero estar preparada para lo peor. No actuar prematuramente. Actuar decisivamente. Conocer bien la agenda. Usar a consejeros de primer orden. Seguir su propio consejo: “No discutáis sobre el futuro al grado de poner en peligro el presente”. Darle el máximo valor al presente. Darle valor a los resultados, no a las promesas. “Quiero ser, no parecer”, declaró Isabel ante el Parlamento en 1572. “Nunca dejes de aprender”. Y los fines rara vez justifican los medios.

Que hay un lado oscuro del Gobierno Isabel I, es indudable: despachó a una muerte cruel a los amantes sospechosos de ambición excesiva, no fue tierna con los traidores, batalló sin cuartel contra su rival María, reina de Escocia y sometió rigurosamente a los católicos ingleses en nombre de la fe protestante. Pero Isabel sentó las bases del Imperio británico hasta fines de la Segunda Guerra Mundial. Dejo abierta la puerta a la democracia parlamentaria inglesa. Creó la Armada y estableció una línea de defensa insular que derrotó a Felipe II, a Napoleón y a Hitler. Convirtió a una isla pobre en la cabeza de una monarquía comercial y militar global. Dio el mentís al calvinista John Knox, autor de El primer trompetazo contra el monstruoso reino de las mujeres (1558): “Dios nos ha revelado... que es monstruoso que una mujer reine e impere sobre el hombre”.

Las virtudes (sin olvidar los defectos) de Isabel I de Inglaterra son difíciles de emular. Pero en nuestro propio tiempo, ha habido mujeres con gran capacidad de gobierno. Basta, limitadamente, recordar a la israelí Golda Mier, a la hindú Indira Gandhi, a la británica Margaret Thatcher.

En los E.U., hay un ejemplo y una excepción. Eleanor Roosevelt fue la activísima Primera Dama del más grande presidente norteamericano del pasado siglo, Franklin D. Roosevelt. Su protagonismo estuvo siempre supeditado a la política de su marido, de la cual fue extraordinaria colaboradora. Igual papel intentó jugar, con menos éxito, Hillary Clinton. Sus iniciativas fueron derrotadas políticamente aunque ella sí usó el trampolín presidencial para lanzarse a la elección como senadora por Nueva York en noviembre de 1999, cuando su marido finalizaba su segundo período en la Casa Blanca.

La Argentina ofrece dos ejemplos deplorables del poder político de la esposa de un presidente. Eva Perón, fuerte y carismática, colaboró con su marido el presidente Juan Domingo Perón en el declive económico de la Argentina mediante políticas demagógicas, populistas y de desenfreno fiscal. Isabelita Martínez, presidenta viuda de Perón, hundió a su país en la incompetencia y el ridículo, preparando el ascenso brutal de las dictaduras militares.

Marta Sahagún de Fox, desde Los Pinos, podría aspirar a una senaduría, una gubernatura o una presidencia municipal. Lo que el país no parece tolerar es que intente una prolongación dinástica a la Presidencia misma. El solo hecho de intentarlo, pues no creo que lo lograría, disminuye al Presidente de México, lo hace sospechoso de continuismo callista, aunque en este caso no se sabría si el Nopalito sería Vicente Fox dominado por Marta o la Nopalita sería ella, dominada por su marido. El protagonismo de Marta Sahagún enturbia las aguas políticas de México, es inoportuno dada la debilidad del Ejecutivo actual y requiere definiciones prontas y claras para que las legítimas actividades de la Primera Dama no se confundan con embozadas ambiciones a ocupar La Silla del Águila.

Para ser Evita, se requiere el apoyo del presidente Juan Domingo Perón. Para ser Isabelita, se requiere la manipulación del Mago López Rega. Pero Vicente Fox no es ni Perón ni hechicero. Es, ni más ni menos, el primer Presidente democráticamente electo de la alternancia y su problema es que las expectativas del año 2000 no se han cumplido, creando creciente desilusión y vacíos de poder peligrosos. La actividad de Marta Sahagún, en este escenario, no ayuda a su marido. Hillary Clinton se lanzó al Senado cuando su marido terminaba ocho años de una Presidencia particularmente exitosa.

Isabel la Católica, Isabel I, Catalina la Grande. Que no se vea en mis palabras, pues, misoginia alguna. Sobre todo en un país que tiene mujeres políticas de gran calidad y competencia, muy superiores a la señora de Fox. ¿Dos ejemplos? En el PRI, Beatriz Paredes. En el PRD, Amalia García.

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