Hay otros mundos/ y se
hallan en éste
Paul Eluard
En una pared de mi cubículo en el Tec, un servidor tiene enmarcado un crudo mapa en blanco y negro; a simple vista, es casi el típico dibujo en servilleta con las instrucciones de cómo llegar a la casa de alguien que vive en uno de esos lejanos fraccionamientos, de hermosos nombres y pésimos servicios municipales. El mapa contiene una serie de indicaciones y notas, pero una se destaca y nos da a conocer de qué se trata el plano. En la parte inferior izquierda aparece, con la misma descuidada caligrafía que hallamos en el resto del documento: “Jefferson, condado de Yoknapatawpha, Mississippi. Área: 2,400 millas cuadradas. Población: Blancos: 6,298. Negros: 9,313. Único dueño y propietario: William Faulkner”.
Y sí: ese mapa representa el mundo que Faulkner creó y describió a lo largo y ancho de su obra narrativa. En quién sabe cuántas novelas y cuentos, que en conjunto le valieron el Premio Nobel de Literatura de 1949, Faulkner se convirtió en un socarrón demiurgo, que puso a los personajes que iban saliendo de sus manos a vivir, morir, padecer, depravarse y salvarse en un pueblecito llamado Jefferson, Mississippi, que uno jamás encontrará en los atlas del mundo real. El mapa, ya lo decía, contiene acotaciones como: “aserradero en donde Byron Bunch vio por primera vez a Lena Grove” o “Cárcel en donde fue linchado Goodwin”.
El plano me lo encontré en una edición en rústica de esa novela genial que es “Absalom, Absalom” y de inmediato lo mandé ampliar y enmarcar: es un cotidiano recordatorio de que un escritor es capaz de crear mundos completos, sin necesidad de más herramientas que la imaginación, la disciplina, el talento y un trasero de hierro, a prueba de explosiones nucleares y complots del Innombrable .
Quizá lo que más me impresionó fue la escasa población del pueblito y lo mucho que con ella pudo hacer: echando mano de poco más de 15,000 habitantes, en sus libros Faulkner devela más corrupción que en el PRD capitalino, más hipocresías y odios soterrados que en el PAN doctrinario, más débiles mentales y gente inadaptada al mundo real que en el PRI madracista (o elbista, para el caso…); todo lo cual se puede encontrar, por ejemplo, en un libro esencial como “El sonido y la furia”. Pero también hallamos anhelos, esperanzas, ternura, amores primordiales, como en esa maravilla que es “Luz de agosto”.
En otra pared de mi cubículo (que sí, es bastante barroco) está un póster de la película “El Señor de los Anillos: las dos torres”, con el mapa a colores de la Tierra de En Medio. Esta carta geográfica imaginaria fue dibujada por el mismísimo J. R. R. Tolkien y aparece en muchas y muy diversas ediciones de la obra (de hecho, creo que en todas). La hizo en parte para que el lector no se perdiera y pudiera seguir el itinerario de los hobbits (y darse una idea de lo que les faltaba a Frodo y Sam para llegar a su fiero destino) y en parte, me late, para no perderse él mismo entre tanto nombre raro, atajos en las minas de Moria y resistencias desesperadas en Helm’s Deep.
La Tierra de En Medio es un ejemplo perfecto de cómo un escritor puede crear ahora sí que un mundo enterito, completo con su historia primigenia, dialectos, etnias, toponimias y hasta evolución lingüística. Claro que uno como lector se da unas enredadas de los mil diablos, pero es el precio a pagar por tener el privilegio de acceder a un mundo totalmente diferente… que pudo haber sido éste pero hace mucho, mucho tiempo…
Ah, a propósito: el año próximo por fin vamos a ver el final de una historia que empezamos a conocer hace ya 27 años, cuando éramos jóvenes e indocumentados y teníamos cabello. Pero eso no quiere decir que estemos a oscuras: los enamorados, seguidores y aprovechados de la saga de la Guerra de las Galaxias se las han ingeniado para generar toda una bibliografía colateral, donde se nos describen los mares en donde viven los Gungans, cómo cambian las condiciones climáticas de las lunas de Naboo, cómo pagar en las casetas de peaje de Coruscant y las costumbres sexuales de los ewoks, que para estar tan peludos resultan bastante picarones. Hay gente que puede hablar durante horas de ese universo imaginario, no sólo como si en verdad existiera, sino como si hubiera vivido en él toda su vida; con una soltura tal como si describieran la carretera a Paila… la cual, de acuerdo, es mucho menos interesante. Y variada.
Lo peor de todo es que, con semejante acumulación de datos (les encargo http://www.starwars.com/databank), ya sabemos qué es lo que va a ocurrir: el senador Palpatin enloquece, se siente galácticamente indestructible, se cree las encuestas, convoca una consulta popular (manipulada) y se hace nombrar Emperador. Amidala da a luz cuates y en la mejor tradición clásica, los separa y esconde. Anakin desarrolla un problema respiratorio bruto, cae en la tentación del Lado Oscuro de la Fuerza y en consonancia se viste de negro y adopta un nuevo nombre; eso sí, con una capa y un casco perrones. Y Yoda se larga a Dagobah a tomar las aguas y esperar a que se den los tiempos electorales adecuados, no vaya a regañarlo Fox. Más o menos por ahí va. Lo único que falta es saber exactamente cómo se transforma Anakin en Darth Vader; qué pasa con Amidala y a quién diablos se le ocurrió hacerle ese peinado a la princesa Leia.
Por otro lado, Ítalo Calvino tiene una obra muy citada pero, me temo, poco leída, sobre ciudades imaginarias. No es exactamente un compendio cartográfico inventado, como el de Tolkien, ni el espacio físico creado para una saga, como el de Faulkner (o George Lucas, si a ésas vamos). No, se describen distintas urbes con características fantásticas, de extraña belleza y maravillosa distinción. No sé si pueden ser incluidas en este recuento. Pero como recuerdo con mucho cariño a ese libro, pues ahí se los encargo.
Quien sí creó toda una mitología sencillamente alucinante fue Howard Phillip Lovecraft, mejor conocido en el mundo editorial y entre sus (nulos) amigos como H. P. Lovecraft. Un pobre hombre traumado por una madre dominante, que nunca estuvo a solas con otra mujer que no fuera su progenitora, que nunca viajó a más de 40 kilómetros de su hogar en Rhode Island y que muriera antes de la invención de la TV, no es de extrañar que H. P. se volviera nazi y se dedicara a construir un mundo pesadillesco, con monstruos y engendros repulsivos y viscosos.
Lo interesante es que la mitología de Lovecraft tiene una lógica interna bastante sólida: según se colige de sus escritos, hace eones el poder sobre la Tierra se lo disputaron dos grupos de entidades primordiales. Ganaron, curiosamente, los buenos, ordenados y sanos. Pero la maldad primigenia por ahí anda, esperando salir. Y de repente lo hace, convocada por humanos malvados, frecuentemente mestizos (como buen nazi, H. P. detestaba más la mezcla de razas que cualquier otra cosa), que por ignorancia o simple perversidad atraen a esas entidades monstruosas y abominables. Y de ellas están pletóricos los cuentos y noveletas de este trastornado creativo, quien muriera en 1939 antes de saber que, en efecto, el Mal se podía soltar por la Tierra, convocado por seres torcidos y que ese Mal primigenio era, precisamente, la ideología maldita que él favorecía y que nos legaría los nombres de Auschwitz, Majdanek y Lidice.
En lo que Lovecraft resulta mejor es en la creación de atmósferas pesadas, sombrías, que sí chutan-nene. En esto, como en algunas cosas más, tuvo un discípulo muy adelantado en otro escritor de la Nueva Inglaterra: Stephen King. Lo que de repente le falla a H. P. es en que sus monstruos y seres abominables nos resulten creíbles. Y es que, a veces, no los podemos visualizar siquiera. Con frecuencia Lovecraft habla de seres “de una fealdad indescriptible, cuya sola visión helaba la sangre en las venas”. Ah, pues sí, qué suave. Quiere que nos imaginemos lo indescriptible. Está como “el proyecto” de López Hablador, que según él todo mundo quiere destruir pero nadie conoce.
En todo caso, hay dos pruebas contundentes de que Lovecraft logró crear una mitología hija de su pura imaginación realmente funcional. Primera: que hay recopilaciones enteras de relatos de otros autores, basados en esas figuraciones. Un servidor tiene tres volúmenes de las “Historias de los mitos de Cthulhu” (Cthulu es el Hitler de los monstruos primigenios), donde muy diversos escritores le rinden homenaje a ese mundo alucinante. Segunda: año con año, el libro inexistente más solicitado en la Biblioteca Pública de Nueva York es el “Necronomicon”, del “poeta árabe loco Abdul Alazred”… como lo describe siempre Lovecraft. Según él, con ese libro (que por supuesto, jamás ha sido escrito… aunque por ahí anda un apócrifo engañabobos) se puede convocar a las potencias malignas. No menos de cincuenta personas cada año van a buscarlo en el bonito edificio de los leones situado en la Quinta Avenida. Y claro, se llevan una decepción… Lo raro es que sólo cincuenta neoyorkinos quieran recurrir a ese tipo de medidas para conseguir novia, departamento, estacionamiento o vaya uno a saber qué.
Ya para acabar, dado que se nos acaba el espacio (que no el tema), está esa singular fantasía que son las “Crónicas Marcianas” (1950), de Ray Bradbury, en las que el maestrazo elabora toda una historia del Planeta Rojo antes y después de una catástrofe, antes y después de que el hombre llega allá… y se enfrenta a sus propios fantasmas… y a los de Marte. Un bocadillo que, más de medio siglo después de escrito, se sigue saboreando a plenitud.
Total, que es posible crear de la nada mundos completos… aunque en Torreón no seamos capaces de construir siquiera una red de agua potable que funcione.
Consejo no pedido para crear mundos mágicos: escuchen “The Challenge from Beyond: A Tribute to H.P. Lovecraft” (1999), una colección de canciones de bandas heavy formadas, fundamentalmente, por enfermos mentales; lean cualquiera de Faulkner, pero sobre todo los tres recomendados supra y vean “Fahrenheit 451” (1966), con Julie Christie, dirigida por Francois Truffaut, basada en la novela homónima de Bradbury… otro mundo imaginado alucinante, donde leer está prohibido… como para efectos prácticos ocurre en el México de principios del XXI. Provecho.
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