Nadie podría negar que cada país es libre de fijar las reglas que deben imperar en la regulación de la entrada y salida de personas en su territorio, porque ese derecho es inherente a su soberanía y de ahí que cuando los Estados Unidos han decretado medidas extremas para controlar el ingreso por sus fronteras terrestres y aéreas a lo más que han llegado otros países es a aplicar el “efecto espejo” sometiendo a los estadounidenses que ingresan a esas naciones a iguales reglas que las impuestas por su Gobierno.
Pero de ahí a proponer la construcción de muros a lo largo de las fronteras norteamericanas, como lo formuló Hillary Rodham Clinton, senadora por el estado de Nueva York, hay un abismo, pues además de las dificultades materiales para hacerlo, su construcción constituiría una verdadera ignominia, porque son precisamente las barreras de éste y otros tipos las que han despertado y enconado los odios de los pueblos, como sucede actualmente en el conflicto entre Israel y Palestina.
Es evidente que la ex primera dama norteamericana y actual senadora está tratando de congraciarse con la comunidad judía radicada en ese país, al tiempo que busca notoriedad en su camino hacia una candidatura demócrata, no para la próxima elección presidencial sino con miras a la siguiente y ella sabe mejor que muchos que el apoyo de los judíos estadounidenses sería determinante para lograr ese objetivo.
Sin embargo, al hacerlo traiciona los principios demócratas que ha profesado durante muchos años, pues desde joven abandonó los que inspiran a los republicanos que ahora parece haber retomado, como también se desprende de la doctrina cristiana difundida por John Wesley, fundador de la iglesia metodista a la que pertenece y quien en todo momento repetía a sus feligreses: “Haz todo el bien que puedas, por todos los medios que puedas, a toda la gente que puedas, tanto tiempo y tantas veces como puedas”.
