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¿Nacidos para perder?/Las laguneras opinan...

María Asunción del Río

Si lo importante no fuera ganar sino competir, no estaría yo tan deprimida después de una semana de iniciados los Juegos Olímpicos, ni tantos mexicanos, rotas las alas de la ilusión –permítaseme la cursilería–, nos sentiríamos frustrados y enojados contra todo aquel o aquello que remotamente tenga qué ver con el deporte nacional.

Si de veras fuera más importante competir que ganar, estaríamos más bien celebrando, ya que muy pocos países acuden a la contienda de cada cuatro años con una delegación tan numerosa como la nuestra e invierten tal cantidad de dinero y recursos tecnológicos y humanos para transmitir juegos y presentaciones en los que, finalmente, poco tenemos qué ver, dadas las condiciones de nuestros atletas y dada la arrebatadora personalidad de los países triunfadores.

Como si la interminable cadena de pérdidas fuera poco, la televisión nos ofrece como premio de consolación una comedia improvisada, ridícula y de tan mala calidad, que casi dan más ganas de llorar con eso que con las imágenes del medallero. Excepción hecha de los cortometrajes presentados por Jesús Ochoa (una excelente aportación de TV-Azteca) y la creatividad de Andrés Bustamante, que logran sobreponerse a los arrebatos de los “protagonistas” y a las desilusiones de cada jornada, casi todo lo demás resulta gasto inútil, cuando no vergonzoso.

Los cómicos de Televisa, tanto en sus rutinas preparadas como en el pretendido diálogo con los comentaristas deportivos (quienes, a falta de otra cosa, además de anunciar productos comerciales han asumido el rol de patiños y fingen disfrutar los albures y chistes de mal gusto), representan el derroche más penoso y estúpido de un aparato de publicidad y comunicación que bien podía haberse limitado a la transmisión de las competencias, porque lo que se ve ni se discute ni puede disimularse detrás de una parodia.

Es por demás, como los círculos concéntricos que se forman en la superficie del agua cuando arrojamos una piedra, el impacto del núcleo político en la superficie de nuestro México genera círculos que repiten sus características esenciales: ineficiencia, corrupción, perpetuo disimulo ante lo que está mal, falta de responsabilidad para corregirlo, escasa seriedad y nula previsión para ejercer un trabajo del que hace mucho tiempo debiéramos ser profesionales, así como los mil pretextos para encontrar culpables de las fallas personales y colectivas de cada día.

En el deporte como en la administración pública, las instituciones y el Gobierno, saltan a la vista esquemas obsoletos e injustos, que privilegian a unos cuantos –las familias políticas y/o deportivas de siempre–, sin exigirles a cambio nada, sin preocuparse de una preparación consistente y continua, tolerando errores garrafales, escudando las fallas en la Ley o en los árbitros, sucumbiendo ante los encantos de la publicidad que suele elevarlos hasta las nubes, casi siempre antes de tiempo, para luego dejarlos caer en forma despiadada, cuando ya han perdido el control y la noción de la realidad.

Y en el círculo del deporte, igual que en los del Gobierno, los que llevan la voz y cobran por hacerlo, enmudecen cuando deben hablar y se cruzan de brazos antes de emprender acciones efectivas para hacer valer los derechos del que es maltratado, para castigar al que maltrata o para sancionar a quien no cumple su obligación. Habrá que preguntarle a Ana Guevara, víctima del canto de las sirenas publicitarias, que le han trastocado el oro obtenido a fuerza, velocidad y pulmón, por el oropel de los anuncios y las presentaciones en vivo. O al boxeador escandalosamente maltratado por los jueces ante la complacencia del Comité Olímpico Mexicano. O habrá que pedir su opinión a los competidores que se quedan sin ir, porque su lugar está ocupado, como siempre, por protegidos de funcionarios que “de panzazo” logran la marca mínima o por los infaltables Mario Vázquez Raña y Felipe Muñoz, con su corte de acompañantes, que no se cansan de lucirse o de saborear antiguas, antiquísimas glorias, en lugar de inyectarle trabajo, inteligencia y recursos a un deporte que ahora mismo debiera estar iniciando su preparación para las próximas Olimpiadas y no cuando falten pocos meses para la inauguración.

Finalmente, sería bueno comparar el entrenamiento y las condiciones de trabajo de los competidores estadounidenses, chinos, australianos, españoles o franceses, tras cada uno de los cuales hay un equipo de entrenadores, preparadores físicos, nutriólogos, médicos, psicólogos y maestros encargados no sólo de llevar al máximo su preparación, sino de apoyarlos física y moralmente, además de enseñarles a afrontar el éxito. Nos asustamos porque nuestros deportistas no saben asumir la derrota (yo creo que sí lo saben, si no, el índice de mortalidad habría aumentado considerablemente en los últimos días); pienso que más bien no saben enfrentar la posibilidad de triunfar. No se explican de otra manera las fallas que en el último momento pierden a los que tenían posibilidades de ganar, como las clavadistas, el arquero, las chicas del volibol o las remeras, que sin ser favoritos en papel, demostraron con hechos sus capacidades, pero...

Los deportes de conjunto son otra historia, más patética, en cuanto pone en evidencia importantes debilidades de nuestra idiosincrasia. Me refiero a esa incapacidad para trabajar en equipo, para visualizar el bien común, dejar de lado un personalismo que de por sí no resuelve nada (porque las estrellas están en un cielo bastante lejano) y buscar la ventaja colectiva, el lucimiento de los compañeros, el resultado de todos. Qué va, al contrario. A veces hasta parece que los compañeros son el enemigo disfrazado y –otra vez el juego de los círculos– se actúa ante ellos repitiendo los esquemas de la oposición en la cámara, ante las propuestas del Ejecutivo.

En fin, en esta historia de tristeza y desencanto (que por un momento nos aleja de los problemas verdaderamente graves que asolan al mundo) asoman viejas condiciones que caracterizan y victiman a nuestra raza de bronce: improvisación, superficialidad, conformismo, ninguneo y autoengaño. La falacia de “echarle todas las ganas”, “haber dado el mejor esfuerzo” o la peor de encubrir el fracaso en la sentencia de que “así es la vida”, tienen mucho qué ver con nuestro desempeño y sus resultados, como tienen qué ver con la problemática actual de México.

Somos víctimas de la incapacidad, las mentiras, las promesas y la falta de responsabilidad de las autoridades, así como de la indiferencia política y la tolerancia extrema de nosotros mismos, pues lejos de exigir logros a quienes contratamos para gobernar, los retribuimos puntualmente con toda clase de privilegios y con salarios fuera de toda proporción. Si de verdad queremos evolucionar y mejorar, dejar de ser los eternos perdedores y cambiar nuestro destino, es preciso reformar a fondo nuestras estructuras, erradicar los viejos vicios que nos ahogan y nos hunden en el fracaso.

En el Gobierno y las instituciones de servicio, como en el futbol, donde jugadores, técnicos y directivos reciben todo a cambio de nada, hay que decidirnos, de una vez por todas a pedir y exigir cuentas, a eliminar a los malos elementos, a dejar de disculpar los equívocos y culpar al árbitro, al clima o a la cancha; hay que atrevernos a dejar fuera a todo aquel que no sea capaz de hacer lo que debe. Es preferible dejar el campo libre para que sea ocupado por elementos, ideas y propuestas nuevas, que ahondar el fracaso y la desesperanza. De los griegos, que hoy son el foco de todas las miradas, aprendamos el respeto por nosotros mismos y la necesidad de corregir nuestros errores, el amor por la belleza con mesura y el culto al saber y a la virtud y que éstos, lejos de debilitarnos, nos sirvan para actuar con independencia y dignidad.

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