“Amo demasiado a mi país para ser
nacionalista”. Albert Camus
Si quisiéramos usar términos físicos para describir el fenómeno diríamos que el nacionalismo es una fuerza centrípeta que se aplica a los pueblos. Esta poderosa atracción hacia el centro es contrarrestada por fuerzas centrífugas que son también naturales. El equilibrio razonable entre unas y otras permite que el nacionalismo sea una fuerza constructiva ya que cualquier exceso de un lado u puede tener consecuencias muy dañinas para ese pueblo o para los demás.
Hay quien piensa que el nacionalismo es por definición una fuerza positiva de la sociedad. Pero eso es falso. El exceso de nacionalismo puede ser destructivo. Ésta ha sido la fuerza, por ejemplo, que ha impulsado a los países fuertes a lanzar a sus ejércitos al exterior para obtener conquistas.
Un nacionalismo excesivo puede también, sin embargo, llevar a una nación a volcarse a su interior y cerrar las puertas a los avances tecnológicos o culturales que pueden venir de otros países.
China, por ejemplo, vivió aislada durante siglos, reacia a recibir cualquier tipo de influencia del exterior. Ésta fue una de las razones que llevaron a su deterioro económico al grado de que para la década de 1970 se había convertido en una de las naciones más pobres sobre la Tierra. A la muerte de Mao Zedong, sin embargo, se inició un vigoroso proceso de apertura económica y cultural del país. La absorción de influencias del exterior desde entonces ha sido uno de los factores fundamentales que le ha permitido al país triplicar en una generación el ingreso promedio de sus habitantes. La ausencia total de nacionalismo, en contraste, genera desarraigo y debilita a los pueblos.
Un pueblo que no siente orgullo por su identidad nacional, no está dispuesto a preservar su cultura y sus características distintivas. Así, tarde o temprano es absorbido por los que se encuentran a su alrededor. Siempre ha habido algunos individuos que han sabido desprenderse del nacionalismo de sus comunidades y que, por circunstancias diversas, se han convertido en ciudadanos del mundo.
Uno de los agravios de los senadores de la República romana frente a Julio César era el grado de integración que éste había tenido con los reinos orientales y en particular con el de Egipto, donde había procreado un hijo con la hermosa reina Cleopatra. Pío Baroja tuvo que jugar con esa doble lealtad que implicaba por una parte su pertenencia al pueblo vasco, en el cual había nacido, pero también en el español, en cuya capital, Madrid, vivió y produjo buena parte de su obra. Quizá por ello escribía que “el nacionalismo es una enfermedad que se quita viajando”. Albert Camus tenía también esa ambivalencia. Si bien un denodado patriota, que defendió los derechos de los musulmanes en la Argelia en la que nació y que luchó por Francia, su patria familiar, en la resistencia contra la invasión nazi, Camus se sentía incómodo ante el nacionalismo pedestre de muchos franceses y se consideraba a sí mismo como un internacionalista.
En la actualidad, con el contacto más intenso entre culturas generado por los medios de comunicación y con la enorme facilidad para viajar entre países producto de los avances de la industria de la aviación, se han fortalecido las fuerzas centrífugas. El nacionalismo de la ignorancia, el desprecio a otros pueblos por el hecho de que no se les conoce, está perdiendo terreno, aunque no ha desaparecido del todo. Pero no hay ninguna razón para pensar que la globalización en la comunicación y en el transporte sea realmente una amenaza para el nacionalismo. Las expresiones de nacionalismo no desaparecen en este mundo contemporáneo.
El entusiasmo de un pueblo por el desempeño de un equipo nacional en el deporte es un ejemplo de cómo la identidad fundamental, que es la base del nacionalismo, no se ha perdido. Hay otra señal que incluso es más clara. La vemos cada vez que un grupo de mexicanos se reúne fuera del país a celebrar las fiestas nacionales un 15 o un 16 de septiembre. Quizá el festejo caiga con facilidad en el lugar común y en el patrioterismo ramplón. Pero nadie puede negar la fuerza de la emotividad, las lágrimas que llenan los ojos, cuando se entona el Himno Nacional y se grita ¡Viva México! para puntualizar el festejo.
Cometeríamos un grave error en menospreciar estos sentimientos. Son símbolo de una fuerza centrípeta muy importante que le permite a una nación mantenerse unida a pesar de todas las fuerzas centrífugas que se registran en su interior.
Bajo las reglas
El Tribunal Electoral no tenía más opción. Maricarmen Ramírez compitió y ganó una elección interna del PRD bajo las reglas que estaban vigentes. No se le puede arrancar la candidatura simplemente porque es esposa del gobernador de Tlaxcala.
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