La motivación que ha tenido Su Santidad Juan Pablo II para declarar Año Eucarístico al lapso que va entre el Congreso Eucarístico de Guadalajara y el Sínodo de obispos, hace que estas Navidades tengan para los católicos un sentido muy especial, centrado justamente en dos misterios que encierran, por una parte el hecho portentoso del nacimiento humilde en un pesebre de Dios hecho hombre, y por la otra, ese otro misterio, aún más incomprensible del Dios omnipotente, que por voluntad propia se quiso quedar presente para siempre en la Eucaristía.
El primer milagro es indescifrable: Dios, creador, ordenador y providente de todo lo que existe en el universo, toma forma humana y nace: perfecto Dios y perfecto Hombre de las entrañas purísimas de la Virgen, en una humilde gruta en Belén.
Este misterio es en ocasión a estas fechas el acontecimiento en el que menos se concentran los intereses de tantos y tantos de nosotros, que con pretexto de la Navidad nos preocupamos en vender mucho, en comprar más, en festejar, en descansar; en fin, gozar de la vida, sin considerar que precisamente todo este ambiente especial que se crea mágicamente al final del año, tiene su referencia en esa efeméride que se convirtió en el momento más culminante de la historia de la humanidad: La Encarnación de Jesucristo para redimir a la humanidad.
La Navidad no se puede desvincular de Cristo, por lo tanto tiene que ser profundamente cristiana o si no, es simple justificación para dar rienda suelta a un afán de consumismo materialista.
Y se pretende desvirtuar el sentido auténtico de estas fiestas, cuando se omite cualquier connotación o derivación que pueda suponer un contenido religioso detrás de la felicitación, el buen deseo o el regalo que se comparte en estas fechas.
Cristo: Dios hecho hombre, el Creador de todo lo existente y por lo tanto el Señor de todo el universo, quiere nacer en la pobreza más absoluta por su amor a las criaturas, para que viéndolo recién nacido, indefenso y pobre en un humilde pesebre rústico nos dé ejemplo de la verdadera riqueza que Él valora, es decir, la de aquel que sabe desprenderse de las cosas, por amor a los demás y sobre todo por amor a Dios.
Pero no conforme con ese prodigio de respeto pleno a la libertad humana, porque Dios no desea imponerse, sino quiere nuestro libre asentimiento para creer en Él, quiso quedarse también en esas aún más humildes formas eucarísticas del pan y del vino convertidos en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cristo quiso nacer en un pesebre para presentársenos niño e indefenso y no pleno de gloria y majestad y no conforme con ello quiso quedarse hasta el fin del mundo en la Eucaristía: preso en esa cárcel de amor que es el Sagrario, para que nos alimentemos con su Cuerpo y su Sangre y así crezcamos en Fe y Amor.