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Navidad y Año Nuevo: otra oportunidad

María Asunción del Río

De todo el calendario festivo –cada vez con más fechas, para estimular el gasto–, la Navidad es la única celebración que me hace realmente feliz. En principio y sobre todo por lo que significa para los cristianos, pero también porque nos brinda la oportunidad de reflexionar y “cargar las pilas” prácticamente agotadas al finalizar diciembre, con los buenos sentimientos, las actitudes generosas y la mirada abierta al futuro que se nos presenta como el esperado Año Nuevo. Tal vez porque el fin de un año y el inicio de otro son inevitables, o porque si no nos renovamos nuestras posibilidades de supervivencia espiritual y anímica serán mínimas, la alianza de expectativas, parabienes, felicitaciones y buenos augurios se materializa en abrazos, besos y regalos. Nunca nos abrazamos tanto como en la temporada navideña. Sólo por eso, si pretendiéramos marginar el espíritu religioso de la fiesta, quedaría justificado el que la sigamos celebrando. Sean, pues, bienvenidos los abrazos, invocando el nacimiento de Jesús o simplemente compartiendo los buenos deseos para 2004.

No deja de sorprenderme la inagotable ilusión que, verde como la rama de pirul con que aconsejan barrer la mala suerte del año viejo, hace que el futuro se vea como algo venturoso y que sin duda será mejor. Como están las cosas, resulta absurdo suponer que los males quedarán atrás, pegados a la última hoja del calendario y que vestirnos de rojo o amarillo, colgarnos al cuello cierto tipo de piedras, conseguir algunas monedas, romper cazuelas o llenar y vaciar maletas obrará en nosotros como amuleto infalible contra la desgracia y hará desaparecer las calamidades provocadas por la torpeza y el egoísmo humanos, así como las que la naturaleza se encarga de enviarnos vestidas de enfermedad o terremoto, para que recordemos nuestra pequeñez e impotencia. Sin embargo, guiados por la sabiduría de los conductores de televisión que comparten sus recetas para lograr la felicidad en un guiso, la llama de una vela o un calzón colorado, millares de personas tienen la convicción de que, del surco que dejaron los males en su devastación, brotarán las semillas de la concordia, del bienestar y del amor. ¡Bienhaya por ellas!

Tan ingenua como quienes siguen al pie de la letra los teleconsejos mencionados, o tal vez porque sobre mí cae el velo azul de la ilusión, también veo el futuro como una oportunidad de mejorar, aunque esta visión poco tenga qué ver con el color del atuendo. Yo no puedo pensar más que en las virtudes (actitudes o formas de vida), repetidas mil veces en la oración, representadas en pinturas, poemas, películas y otras obras de arte, pero no suficientemente meditadas en nuestro cada día: la FE, la ESPERANZA y la CARIDAD. Cuando paso revista a los problemas de la época y pienso en las fallas que cometemos a diario, en el dolor de vivir que aqueja a tantas personas, en la creciente devaluación de valores tan esenciales como el respeto a nosotros mismos y a los demás, la honradez, la solidaridad, la búsqueda de la paz y la justicia, o cuando testifico la pérdida de sentido de la vida que hoy mismo experimentan tantos hombres y mujeres, viejos y jóvenes, la esencia de estas virtudes me llena la cabeza y quiero aferrarme a ellas como la clave, única tal vez, para vivir mejor. A la FE, porque si no creemos de verdad en algo o en alguien lo suficientemente grande como para trascender nuestra naturaleza humana y responsabilizarse de la marcha del universo, la razón, la voluntad y todas nuestras potencias se convierten en nada y nos invade la sensación de que no somos más que partículas accidentales perdidas en la inmensidad. Sin fe, el piso que nos sostiene se viene abajo hundiéndonos en el vacío de una soledad esencial, sin asideros, imposible de soportar.

A la ESPERANZA, porque lenta o rápida, breve o distante, la vida es una carrera que necesariamente debe llevar a algún sitio. La esperanza es nuestra meta. Creemos porque esperamos llegar a algo. La salvación, el cielo, la vida eterna, el conocimiento, la verdad. Si no tengo la esperanza de alcanzar eso por lo que mi camino tiene sentido, entonces no hay porqué caminar, no hay para qué vivir. Porque la esperanza es precisamente la razón de que cada día, al abrir los ojos, uno se levante, deje sus problemas y salga a la vida que se le da, para afrontarla y enriquecerla. El que no espera está ante el mundo y ante sí mismo como parado en medio del desierto, sin posibilidades de echar a andar, porque sus pies se encuentran sujetos con las cadenas de la desolación y la duda. Hay que esperar la felicidad, no la de las cosas, sino la verdadera; esperar –y trabajar para conseguirla– la vida eterna, la trascendencia de todas las minucias que sólo vemos como tales cuando entramos a un museo o cuando observamos una “línea del tiempo” y comprendemos cuántos millones de otros como nosotros han nacido, amado, sentido dolor y muerto, mientras el universo sigue llenándose de muchos más que pasarán por el mismo proceso. Sólo el que espera deja de ser arena para convertirse en deseo y la vida deja de ser cadena para transformarse en camino y en punto de llegada. Y si espero es porque creo; mi esperanza se sostiene en mi fe y mi fe tiene sentido en mi esperanza.

La CARIDAD, que cuando es no tiene condición ni límites, es consecuencia de creer y esperar. Porque nadie que cree y espera de verdad, es capaz de invertir su amor en lastre que dificulta la llegada a la meta. Egoísmo, envidia, avaricia, inconformidad, soberbia, son los obstáculos que nos cierran el camino, los pesos que detienen nuestro andar, las nubes que impiden ver la claridad hacia la cual queremos ir. Nadie puede amar verdaderamente si no tiene fe o si carece de esperanza.

Desde la silla presidencial hasta las de cada familia que se reúne a compartir el pan; desde las curules legislativas que nos tienen en ascuas, hasta los asientos de las aulas de cada escuela de México; desde los púlpitos de las iglesias, las celdas de los claustros y las cárceles, las barcas de los pescadores y los campos de labranza, las salas de operaciones y cada lugar dedicado al trabajo, deseo para todos, para ellos, para ustedes y para mí, que la Navidad de Cristo y un Año Nuevo de propósitos y acciones hacia la mejora espiritual, la bondad, el trabajo y la honradez, se hagan presentes en esta trilogía indisoluble: FE, ESPERANZA y CARIDAD, por la cual los abrazos, las tarjetas, las posadas y las declaraciones de amor son auténticos regalos y que darlos y recibirlos nos confirme en la búsqueda de la verdad y en la paz.

ario@itesm.mx

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