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No entrometerse

Pablo Marentes

El 27 de septiembre de 1930 el secretario de Relaciones Exteriores de México dirigió a los embajadores, ministros plenipotenciarios y representantes ante los Estados nacionales con los cuales nuestro país tenía establecidas relaciones diplomáticas, una nota de instrucción, o un circular, o telegrama o telex o como se le llamara entonces. En ella les indicaba que “México no se pronuncia en el sentido de otorgar reconocimientos porque considera que ésta es una práctica denigrante”. Además de herir la soberanía de otras naciones, las coloca en el caso de que sus asuntos interiores puedan ser calificados por Gobiernos, los cuales asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la legalidad de regímenes extranjeros”.

En consecuencia, desde hacía 73 años el Gobierno mexicano mantenía o retiraba cuando lo creía procedente a sus agentes diplomáticos y asimismo continuaba aceptando a los similares agentes diplomáticos que las naciones respectivas tuvieran acreditados en México “sin calificar el derecho que tienen las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus Gobiernos o autoridades”.

A estas breves líneas de reflexión se les conoce en la tradición diplomática mexicana como la Doctrina Estrada. Quien la formuló fue Genaro Estrada, sinaloense de Mazatlán, periodista, poeta, novelista y ensayista, profesor en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Universidad Nacional, miembro de las academias de Historia y Mexicana de la Lengua, fundador del Archivo histórico diplomático.

Tenía entonces 42 años de edad, había acumulado una antigüedad de siete años al servicio de esa dependencia y estaba cumpliendo seis meses de haber sido nombrado secretario de Relaciones Exteriores por el presidente Ortiz Rubio. Las sencillas palabras de Estrada permitieron a nuestro país, en hiperalgésicos momentos de sus relaciones con Estados Unidos y con otros países, actuar de conformidad con sus principios, al respetar sin calificar “el soberano derecho de las naciones - como lo reitera Estrada en su nota- para aceptar, mantener o sustituir a sus Gobiernos o autoridades”. Durante 74 años México evitó inmiscuirse en asuntos internos de otros pueblos. Y derrotó los intentos de otras naciones para intervenir en sus asuntos internos. La Doctrina Estrada se origina en la experiencia dramática del asesinato de un presidente constitucional mexicano, Francisco I. Madero, propiciado por el embajador estadounidense Henry Lane Wilson en una delincuencial intervención en los asuntos internos mexicanos.

La observancia de la Doctrina también demostró que nuestra diplomacia tenía presente el perenne intervencionismo estadounidense. Y le permitió enfrentarlo. En nombre de la democracia ese país ha impuesto condiciones de intercambio económico y seguridad militar a Gobiernos de los que se manifiesta socio. En 1853 el comodoro Mathew Perry -quien participara en la guerra contra México- penetró con cuatro acorzados la bahía de Tokio y a cañonazos abrió los puertos japoneses al comercio con Estados Unidos.

El mismo Perry regresa a Tokio en febrero de 1854 para firmar el tratado. Durante los 15 años siguientes ese país apoya la revuelta de los samuráis en contra de la dinastía Tokugawa y en 1868 proclama el advenimiento de la modernidad al iniciarse el régimen del primer emperador Meiji. Todo en nombre del libre comercio y la instauración, a lo largo de cualquier plazo, de la “democracia” la cual en el caso de Japón desemboca en el militarismo nacionalista que se integra al eje Roma-Berlín como consecuencia de las vicisitudes de salvaje comercio.

En 1945 después de los 250 mil muertos de Hiroshima y Nagasaki, el presidente Truman nombra al general Douglas McArthur emperador americano de oriente quien, de espaldas a Hiroito, confecciona una nueva constitución y proclama el advenimiento de la democracia al Japón mientras el país permanece ocupado siete años por Estados Unidos.

A pesar de las presiones, el Gobierno mexicano se abstuvo en 1947 de participar en la votación que decidió la división de Palestina para fundar Israel, rechazó el empleo de las fuerzas militares mexicanas fuera del territorio nacional y en una de las situaciones internacionales más difíciles por las que ha atravesado, pudo negarse a romper relaciones con Cuba y a expulsarla de la OEA en enero de 1962. Al respetar a los países, el Gobierno hacía prevalecer nuestros intereses que en última instancia es lo más importante.

La Doctrina Estrada dota al Gobierno mexicano de un amplio campo de acción para decidir lo que hagamos o no hagamos con los países iberoamericanos y del Caribe. México no tiene porqué respaldar propuestas intervencionistas aunque provengan de nuestro principal “socio”. Su posición podrá irritar y producir represalias.

No obstante éstas se diluyen dentro del cúmulo de intereses de toda índole involucrados en nuestra ineludible relación comercial, financiera, laboral y política con el país del norte. Las relaciones con ese país y con Cuba y Venezuela y con los demás del continente no son producto de las efímeras e inestables emociones de las personas que ocupan la presidencia de Estados Unidos y de México. Surgen de la historia.

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