La conocí hace unos siete años en la ciudad de Hermosillo y siempre me impresionó su determinación y fuerza de carácter.
Acudía con cierta frecuencia al diario donde yo laboraba para dar cuenta de sus avances y planes deportivos.
Llegaba siempre sola y con una discreta naturalidad. Con su sonrisa habitual, Ana Gabriela compartía con frescura y claridad sus impresiones en torno a sus entrenamientos, futuras competencias y sus ambiciosas metas.
Desde pequeña decidió que algún día iría a las Olimpiadas a competir, al principio pensó que sería en la rama del basquetbol que jugó con singular destreza en su natal Nogales, Sonora.
Comentan sus padres César Octavio y Ana María de Guevara que desde pequeña su hija fue muy independiente. “Al tercer día de entrar a primero de primaria me pidió que no la llevara a la escuela porque ella podía irse sola”, platica su padre.
Hace tres años escuché conmovido una charla que Ana ofreció a jóvenes universitarios: “Cuando llegué a las Olimpiadas de Sidney los sueños de mi infancia se hicieron realidad, pero ahí mismo al lograr el quinto lugar decidí que mi siguiente meta sería ganar una medalla en los juegos de Atenas”.
Ayer la velocista mexicana cristalizó su propósito que más que un sueño fue un proyecto personal bien planeado y llevado a la práctica bajo una escrupulosa disciplina y una enorme pasión.
Recuerdo cómo Ana Gabriela, siempre con el puntual respaldo de su entrenador Raúl Barreda, definía al detalle sus horarios de entrenamiento, su calendario para competencias e incluso sus escasos viajes familiares.
Durante largos años esta espigada mujer de 1.75 metros de altura y 27 años de edad, ha entrenado de ocho a diez horas diarias de lunes a sábado. El domingo lo dedica al descanso y a la convivencia familiar. Su hobby principal son las películas en video y de preferencia de temas deportivos.
Difícilmente acepta atender compromisos públicos porque odia salirse de su rutina diaria. La concentración de Ana ha sido impresionante, para cualquier mortal sería un enorme sacrificio dejar amigas y diversión en plena juventud, pero el atletismo es lo suyo y lo ha gozado día tras día, minuto tras minuto.
La independencia es un valor constante en Ana Gabriela como bien lo expresa su padre. La atleta mexicana nunca quiso depender del centro del país y menos de los dirigentes del deporte mexicano para su preparación.
Con habilidad y astucia obtuvo el respaldo de los Gobiernos locales y de empresas privadas para sufragar los gastos que representan la preparación de una atleta olímpica, incluyendo el sueldo de su entrenador, viajes, equipos y manutención.
Tuvo algunos tropezones como aquella mala pasada que le hiciera un promotor de origen yugoslavo que la dejó varada en Europa sin boleto de regreso mientras él desaparecía con los jugosos patrocinios de compañías mexicanas.
Ana Gabriela no cayó en las intrigas políticas del deporte oficial mexicano ni en las manos del “chambismo”.
En 2000 la involucraron en la campaña presidencial del entonces partido gobernante, pero logró sacudirse a tiempo de tal compromiso.
Al ganar ayer su medalla olímpica, Ana Gabriela se coloca al lado de grandes deportistas mexicanos que han brillado con luz propia, gracias a esa determinación y talento que suele acompañar a los triunfadores del deporte.
Hablo de figuras como Antonio Carbajal, Joaquín Capilla, Felipe Muñoz, Carlos Girón, Daniel Bautista, Hugo Sánchez, Héctor Espino, Ernesto Canto, Raúl González, Eduardo Nájera, Fernando Valenzuela, entre muchos otros.
La medalla de plata pudo ser de oro, todo México lo esperaba, pero su mejor momento atlético fue el año pasado y no en Atenas 2004.
Aún así la presea plateada huele a oro puro porque Ana Gabriela entregó cuerpo y alma para llegar al podium olímpico y mostrar a los mexicanos que no existen imposibles.
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