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Norte y Sur / El corazón de Rusia en noventa minutos

Salvador Barros

(Se acaba de estrenar en estos días El Arca Rusa, película del gran cineasta Alexander Sokurov, filmada en una sola toma de una hora y media en el Museo del Hermitage. Un misterioso marqués francés del Siglo XIX actúa como guía y reflexiona con el director sobre los personajes que desfilan ante la cámara, así como sobre el destino del pueblo que derrotó a Napoleón).

En los museos, el tiempo y el espacio, milagrosamente condensados y preservados, se ofrecen a las reflexiones de los visitantes por medio de los objetos que contienen. La vida y la muerte se hallan expuestas en las vitrinas, en los cuadros, las esculturas y los objets de vertu, que el visitante contempla. El gran director ruso Alexander Sokurov, creador entre otras películas notables de Madre e Hijo, ha celebrado el tercer centenario de la fundación de San Petersburgo en El Arca Rusa, un film (no documental) de noventa minutos. Dedicó esa película a contar la historia de los últimos tres siglos de Rusia por medio de una visita al Hermitage, el palacio de los zares convertido hoy en museo. Desde el punto de vista técnico y de producción, el film es una hazaña que debería figurar (si no figura ya) en el Libro Guiness de los récords, pues se realizó en una sola toma de hora y media: un travelling registrado por una sola cámara, manejada por el fotógrafo Tilman Büttner. El día de la filmación, el 23 de diciembre de 2001, el Hermitage permaneció cerrado al público, pero cuatro mil quinientas personas, entre actores, extras, asistentes, personal técnico y del museo, trabajaron durante cuatro horas con extrema precisión en el Palacio de Invierno, uno de los cinco edificios que componen el complejo del Hermitage.

Era una jornada excepcionalmente fría. La temperatura llegó a 23 grados bajo cero y en una de las escenas se ve el jardín colgante del Hermitage cubierto por la nieve. Se necesitaron cuatro horas de producción para poder filmar los noventa minutos de la película. Cuando el último extra, en la escena final, se pierde en la muchedumbre que abandona el palacio, la película ya estaba terminada. En los mismos ambientes había filmado, décadas antes, otro gran cineasta ruso, Serguei Eisenstein, maestro del montaje. Sokurov realizó una obra cuya concepción excluye deliberadamente el montaje y en cierto modo, parece oponerse a la tradición de Eisenstein. Mientras que éste se ocupó en sus películas de la Revolución Rusa, Sokolov explora el pasado de los zares. El resultado es una serie de imágenes de belleza deslumbrante, que intentan sintetizar tres siglos de la historia rusa explorando de un modo curioso la relación que los seres humanos y los pueblos tienen con su historia. Como cualquier equivocación hubiera interrumpido el flujo de la filmación, algunas de las escenas se prepararon durante ocho meses, pero la mayoría del elenco ensayó de una manera obsesiva cada movimiento durante dos meses. Cada persona que aparece en el film sabía exactamente, con un margen de error de pocos centímetros, el lugar que debía ocupar en los salones. Cualquier traspié hubiera hecho fracasar todo el proyecto en el mismo momento de su concreción y habría obligado a reiniciar la labor.

Los adelantos tecnológicos hicieron posible esa proeza cinematográfica. Desde el punto de vista argumental, el recorrido abarca más de trescientos años de historia rusa que la cámara ilustra en un itinerario que cubre treinta y tres salones. Lo más parecido a esta experiencia cinematográfica es la filmación de una obra de teatro representada ante una audiencia. Pero en El Arca Rusa la cámara no se mueve en un escenario teatral previamente determinado y en cierto sentido, fijo, sino que parece crear sus propios espacios a medida que se interna en el laberinto de los salones del Hermitage. El tiempo y el movimiento captados por la cámara son en realidad los verdaderos protagonistas de la película. Un espectador que ignore todo sobre el proceso de producción de El Arca Rusa no se da cuenta de que asiste a la toma más larga del cine. La película carece deliberadamente de un argumento a la manera tradicional.

Los personajes históricos se mezclan con seres anónimos de cualquier época, como sucede en los museos donde los cuadros de la escuela veneciana se exhiben a pocos metros de otros realizados en la Edad Media.

Abundan los anacronismos, personajes del Siglo XIX dialogan con otros del Siglo XX, a la manera de lo que ocurre en los sueños, para mostrar hasta qué punto un museo es un espacio y un tiempo abiertos, donde los vivos y los muertos entablan una peculiar relación. Los antiguos habitantes del palacio de los zares reviven para repetir un momento aislado de sus vidas y después se esfuman. La acción comienza cuando un grupo de jóvenes oficiales y hermosas muchachas vestidas de fiesta ingresa en el Hermitage por una puerta que podría ser de servicio. En off se oye la voz de Sokurov que se siente desorientado y no sabe dónde está. El director recuerda vagamente que antes hubo un accidente. Como si se hubiera despertado de un sueño o, más bien, como si estuviera soñando, sigue a los nobles cortesanos, invisible e inaudible para ellos. Advierte de inmediato algo obvio: esos hombres y mujeres están vestidos con ropas de principios del Siglo XIX. Al comienzo del trayecto un extranjero, un marqués francés ataviado con una chaqueta de época, se suma a Sokurov. Es un diplomático del Siglo XIX, por momentos también invisible para los personajes históricos, un fantasma que dialogará durante todo el film con el director. La vestimenta del extranjero parece un poco anterior a la de las parejas que corren alocadamente por los pasillos del Hermitage. Sokurov y el marqués entablan un diálogo en el que reflexionan sobre la historia de Rusia y sobre el alma humana. El marqués se asombra de hablar ruso a la perfección. El clima onírico, cargado de misterios, se mantiene durante ese viaje a través del tiempo. Cada elemento espacial, los cuadros, las esculturas, las vestimentas, los peinados de las mujeres, las barbas de los hombres son huellas temporales. El espacio aparece así marcado por el tiempo. Y el tiempo se puede palpar en cada una de las imágenes. Al comienzo, el extranjero no se da cuenta de que se halla en el Hermitage. Mientras el marqués avanza, seguido por la cámara, a un lado, se ve una escena en la que el zar Pedro el Grande castiga a uno de sus generales. El marqués lanza entonces la primera observación sobre los rusos: "En Asia los tiranos son adorados. Tanto más queridos cuanto más crueles: Alejandro el Grande, Timur, Pedro el Grande, al que acabamos de ver, es el hombre que ordenó el asesinato de su hijo y, al mismo tiempo, quería enseñarles a los rusos a gozar de la vida y construyó una ciudad europea, San Petersburgo, sobre un pantano". Por medio del marqués, Sokurov plantea el anhelo contradictorio del pueblo ruso y de sus dirigentes: desean ser europeos y sin embargo, saben que no lo son, que en sus almas hay un resto no domesticado, salvaje, que responde al mundo asiático. Santas y pecadoras .De improviso, el marqués llega a las bambalinas del teatro del Hermitage. Se está representando una obra de Catalina II en presencia de la soberana que aplaude su propia creación. La emperatriz se ve obligada, entre risas, a abandonar la sala porque debe satisfacer una necesidad fisiológica. El extranjero contempla los salones y exclama ¡Rusia es como un teatro! Hasta ese momento, la cámara sólo ha mostrado cuartos más bien pequeños, pasillos oscuros, pero, de pronto, se abre una puerta y se ve una galería iluminada cuyos arcos parecen extenderse hasta el infinito, como en las perspectivas de Tintoretto. Sobre las paredes, hay relieves pintados.

Esas hermosas figuras han sido copiadas de Rafael. El marqués dispara entonces otra aguda reflexión: "Las autoridades de este país no confían en los artistas rusos. Los rusos son muy buenos para copiar porque no tienen ideas, igual que sus autoridades. Unos y otros son perezosos. Los zares adoraban Italia porque allí el clima es cálido". Esa frase del extranjero está dirigida al director, que debió sufrir las presiones del gobierno soviético.

Cuando el marqués entra en la pequeña galería italiana del Hermitage, no puede dejar de criticar la presencia de muebles imperio. Le parece inadecuado ese legado napoleónico en una nación que luchó contra el emperador francés y lo derrotó. Sokurov en off dice con ironía: "Combatimos contra el Emperador, pero no contra el estilo imperio". El marqués comenta algunas de las obras en exhibición y se escandaliza porque en la misma pared cuelgan una imagen de Cleopatra, la pecadora reina de Egipto, una Santa Cecilia, de Carlo Dolci y La Circuncisión de Cristo de Ludovico Cardi. En El Arca Rusa, es decir en el museo del Hermitage, como en el arca bíblica, las especies distintas conviven de un modo escandaloso y vital. El pecado se codea con la santidad y la belleza con el horror. Una vez más el marqués y el director subrayan el hecho de que San Petersburgo fue una quimera erigida entre la frontera de Asia y el norte de un continente que se acaba en las orillas de un mar gélido y extraño. Como el marqués, hombre del Siglo XIX, no sabe nada del Siglo XX, Sokurov le aclara que Rusia vivió en esa última centuria una Convención que duró ochenta años, el comunismo, otro espejismo tan delirante como ese palacio europeo habitado por zares. El extranjero comenta entonces que una república no es un buen sistema de gobierno para un país tan grande como Rusia. Esa acotación de alguien que no sabe de la existencia de Stalin, el gran zar ruso del Siglo XX, recibe una réplica de Sokurov: "Los europeos son demócratas que tienen nostalgia de la monarquía". Cuando el marqués intenta abrir una puerta aparentemente igual a las otras, Sokurov le recomienda que no lo haga. El marqués lo desobedece y entra en una especie de depósito donde un hombre fabrica su propio ataúd, rodado por marcos de cuadros de los que han sido arrancadas las telas.

Ésas son las salas de la Segunda Guerra. Lo que no debe verse en El Arca Rusa. Las salas de la muerte. Sokurov rinde homenaje en su film no sólo a la magnífica colección del Hermitage, sino también a las tradiciones rusas. Por ejemplo, la cámara muestra obras de arte que comenta una visitante ciega, una mujer del Siglo XX, que actúa bajo su propio nombre. De acuerdo con viejas creencias, muchos ciegos están dotados de una visión que va más allá de los ojos. Las manos de la ciega recorren las esculturas y las telas para explicar el sentido de las obras al marqués, mientras que otros visitantes no saben contemplar lo que ven con sus ojos sanos. Los hombres y mujeres del Siglo XX no se asombran de la presencia del marqués vestido con ropas de época, que salta las barreras del tiempo y se adentra en la vida cotidiana del palacio. Así, por un instante, ve a las hijas del último zar correr por los salones. Unos metros más allá, entra en un comedor íntimo. El zar, Nicolás II, la zarina y sus hijos comen apaciblemente mientras a lo lejos se oyen los disparos de los revolucionarios. Las escenas casi surrealistas se suceden. El actual director del Hermitage, Mikhail Piotrovski, habla con su padre, ya muerto, que también fue director del museo, sobre la restauración de unas valiosas piezas mientras el marqués los escucha. La dinastía de los Romanov fue sucedida en el palacio por una dinastía de curadores de arte. Los tiempos han cambiado, pero más allá de los años, los seres humanos se transmiten la tradición y los secretos del pasado. El último baile imperial. De los miles de hechos históricos que tuvieron como escenario el Hermitage, Sokurov elige dos para cerrar el film. En primer lugar, una ceremonia en la que el zar Nicolás I recibe las disculpas del embajador de Persia, el príncipe Khozrev-Mirza, por el asesinato de diplomáticos rusos en la tierra del Shah. La imponencia de esa escena cortesana está perfectamente regulada como la coreografía de un ballet. El segundo hecho es el último baile de gala celebrado en el palacio, en 1913. El papel del director de la orquesta está interpretado por Valery Gergiev, el actual director de la orquesta del Teatro Mariinsky. Una vez más, Sokurov tiende un puente entre el presente y el pasado. Gergiev no es sino uno más en la larga lista de directores que condujeron orquestas en el Hermitage. En esa larga secuencia de fiesta intervienen centenares de extras vestidos con ropas y joyas de época. La cámara enfoca a personajes que parecen surgidos de los cuadros de Valentin Serov o del francés Jean Béraud. El clímax de la película está precisamente en esa última escena desbordante de vitalidad, de lujo y de esplendor, pero también de anticipada nostalgia. Cuando la danza se termina, el batallón de invitados abandona el Hermitage. Bajan por la escalera principal, reconstruida después de un incendio por el arquitecto Vasily Stasov (1769-1848). Las imágenes muestran la balaustrada de mármol custodiada por una columnata de granito gris de Serdobolye. La altura de veintidós metros del hall ofrece un marco excepcional para el desfile de los invitados. El acierto de esa escena es el descenso alegre e inconsciente de esa multitud de cortesanos que salen del palacio sin saber que han participado del último baile imperial. Es como si se encaminaran despreocupadamente hacia la muerte mientras el espectador, desde su butaca, no puede hacer nada para impedirlo. Quizá haya en la historia del arte y de la literatura muchas escenas semejantes. Recuerdo dos. La primera es el baile final de la película El Gatopardo de Visconti. Al final de esa secuencia, el príncipe de Salina, serenamente consciente de que su vida y la de su clase han llegado al ocaso, abandona la fiesta en que la aristocracia siciliana alterna por razones políticas con la burguesía en ascenso. La otra es la matinée de la princesa de Guermantes en A la Recherche du Temps Perdu, de Proust (recreada por Raoul Ruiz en su film El Tiempo Recobrado), en la que el narrador es testigo de la decadencia del mundo aristocrático de los Guermantes y comprende que ninguna gloria humana es eterna, ni siquiera la que reside en el espejismo de los nombres que parecen trascender el tiempo. En los tres casos, las fiestas preanuncian el final de una clase y la muerte. En El Arca Rusa, el marqués extranjero, a pesar de que el director Sokurov lo invita a abandonar el Hermitage, se niega a salir del palacio. Se queda allí porque pertenece a una época en la que las pasiones humanas se pagaban con sangre y el cinismo era una forma del orgullo. Pareciera, según ese final, que fuera del palacio la historia se hubiera escapado de las manos del hombre. El Arca Rusa, el Hermitage, guarda la memoria, llena de contradicciones y de esplendor, de un período en que el hombre vivía, creaba y moría en una escala humana. Las cosas se hacían una sola vez y para siempre. Pero curiosa e irónicamente una innovación de la técnica fotográfica ha permitido que la historia de un pueblo fuera contada en un solo día, en el Hermitage, es decir, en el corazón mismo de Rusia, como si se la estuviera recreando de una sola vez y para siempre. Quienes participaron de la experiencia corrieron el mismo riesgo de equivocarse y fracasar que hubieran corrido en la vida real.

Sokurov se prohibió la repetición, la facilidad del montaje y prefirió el salto mortal sin red. El mismo salto mortal que cada ser humano cumple día a día en su vida cotidiana.

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