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Norte y Sur / Sobre amores improbables

Salvador Barros

(Avatares de una pareja disfuncional en el seno de la clase alta limeña resueltos con humor e ironía). Con El Huerto de mi Amada, su nueva novela, Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) obtuvo el año pasado el Premio Planeta, distinción que la convirtió en un best-seller instantáneo en España y otros países. Aunque discutido, el Premio Planeta no carece de abolengo literario (a fines de los 70 se lo adjudicaron a Jorge Semprún, Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, y más recientemente a Mario Vargas Llosa y Rosa Regás); pero, esta vez, con El Huerto de mi Amada (Barcelona, Planeta, 2002), consagra el ingenioso humor de una novela que se propone una feliz autoironía del género La agudeza irónica de este texto pone en blanco la idea de la novela del lector habitual. Esto es, El Huerto de mi Amada, impecablemente elude el juego auto-referencial (el autor no aparece en el relato); irreprochablemente, cuenta una historia de por sí novelesca (los amores improbables de un chico de 17 años y una bella divorciada de 33); y reconstruye, en un fresco de elegante formalismo, su referente más familiar (la saga bryceana de la clase alta limeña). De modo que El Huerto de mi Amada, aparentemente, es la novela más novelesca de Bryce. Es una de las pocas en las que el autor no está presente, ni como voz autorial ni como personaje casual, y no requiere de los formatos de la "novela de arte" (la historia de un artista) o la "novela de educación" (la historia de la formación de un adolescente). Y, sin embargo, todo ocurre aquí con el sobrentendido de que estamos leyendo una novela. Y no cualquier novela, sino una de Bryce Echenique. Ese deleitoso manierismo se convierte en una complicidad retórica: el lector baraja personajes y situaciones que se reiteran en una partida con el autor, quien desarrolla el juego con fluida destreza y renovada inventiva es, por eso, una novela que ha adelgazado sus referentes a unos cuantos tópicos (un triángulo limeño entre la casa de los padres, la casa de la amante y la casa de los mellizos arribistas); que se acompaña de pocos personajes, perfilados por la comedia social esperpéntica y vodevilesca (los altisonantes amigos del padre, los patéticos mellizos en pos de ascenso social vía el matrimonio, los operáticos criados de la bella divorciada); y que gira en torno a una pareja de amantes arrebatados cuyo desafío de la sociedad de su tiempo los hace héroes nostálgicos de novela noveleta decimonónica. Pero gracias a que provienen del mundo de Bryce, ellos están liberados de cumplir con las apareciencias y hacen de su provocación un escándalo placentero. Así, todo es tópico (como ocurre en las mejores novelas: la vida se representa en la tipicidad, como un teatro de lo real); y, a su vez, estos tópicos van y vienen, en la baraja de los hechos, ensayando las ones y combinaciones, las alternativas posibles, con el ritmo febril y ligero de una pareja que lograba "hacer el amor y el humor, al mismo tiempo". El artificio encantado del relato discurre con la vivacidad de una "fiesta galante" de Claude Debussy. El gusto y gracia del estilo bryceceano se despliega en la seducción de contar, en su duración, reiteraciones, variaciones, intimidad y placer. Contar es un espectáculo pleno de recursos de elocuencia pero también de sabiduría y rigor. El título proviene de un famoso vals del popular compositor de la Lima de los años 30, Felipe Pinglo, cuya elegancia zozobrante consiente estos versos, que Bryce incluye en el epígrafe: Si pasas por la vera del huerto de mi amada,/ al expandir tu vista hacia el fondo verás/ un forestal que pone tonos primaverales/ en la quietud amable que los arbustos dan.

Lo cual declara lo que todo poeta sabe mejor: la casa donde vive la amada pone en crisis al lector de guaje de Borges, buscando palabras extravagantes que reemplazarían a los discursos, había propuesto para esa experiencia un grito gutural. Pero en su novela, Bryce asume el drama en su planteamiento narrativo: cualquier historia amorosa (como lo demostró con memorable brillo en El Hombre que Hablaba de Octavia de Cádiz) pasa por el humor; porque el amor se resuelve, en el relato, como comedia social. Esto es, como una licencia de los códigos que lo cesan, procesan, lo reglamentan y sancionan socialmente. Ninguna de estas musas burguesas, arrebatadas y arbitrarias, corre el peligro novelesco del suicidio (como Emma Bovary o Ana Karenina), y no sólo por lo que dice Carlos Fuentes de las amantes de hoy (no salen de casa sin su American Express), sino porque en la comedia social no hay lugar para la tragedia, y mucho menos para una tragedia doméstica. (Después de todo, la pobre Emma se mata porque no puede ocultar más sus deudas, no sus amoríos. Si la comedia, según reglas del arte dramático, debe terminar en matrimonio; la comedia amorosa de Bryce termina con el matrimonio, con su pacto social pero también con su idea. Todas sus parejas son alternativas al código de los códigos: las mujeres más amadas abandonan a su trovador para casarse con otro, y sucumben así socialmente Entre tanto, son duchas desafiando la prohibición y huyendo en feliz escándalo. Pero el título también alude a la expresión de época "llevarse al huerto", que equivale a seducir, en este caso a un menor de edad, poniendo a prueba la propia libertad. Además, la casa de Natalia es un huerto fuera de la ciudad, pequeño paraíso amoroso de Carlitos, suerte de Cándido, cuyo mejor de los mundos discurre risueño e inmaculado, con gracia y buen humor. Vive, se diría, con inteligencia su propio melodrama. El lenguaje de época revela ser una memoria sentimental organizada sobre el mapa de la clase social. La clase alta se distingue por su liberalidad mundana; la clase burguesa, por sus máscaras y convenciones; la clase de los servidores, por su fidelidad, que les confiere señorío; y la clase media baja, por su pobreza dolorosa y fuerza ascendente, que la pone en ridículo una y otra vez, pero que moviliza su papel en la pirámide. De esta última han salido, en propiedad, los verdaderos héroes de novela, desde Balzac hasta Vargas Llosa. Porque su misma fe en la sociedad los convierte en víctimas propicias. En cambio, en las novelas de Bryce esta clase de personajes (los pequeños arribistas como los mellizos Céspedes; y los grandes, como el falso conde Lentini) son los límites sociales del relato, su caricatura piadosa o cómica. Todos ellos persiguen el matrimonio como ascenso social, pero agonizan en su propio esquema. Los héroes son, más bien, los que bordean esa sociedad y siguen de largo, a espaldas de ella o en su contracorriente; y saben hacerlo con inocencia y vehemencia. Por eso, la clase media está aquí ausente, su opacidad no tendría lugar en esta comedia ajena del todo a la domesticidad cotidiana. Ésta es, claro, una novela sentimental, aliviada por el humor, donde los afectos predominan con su moral de la gracia y con licencia emotiva. En la emoción se desvela el sujeto bryceano, con toda su nostalgia de libertad y certidumbre. En una última ironía, ese sentimental es un formidable rebelde.

Aunque esta fábula de amor libre está enmarcada en el humor de su comedia social de época, no deja de comunicar la irracionalidad de la razón social peruana y latinoamericana. En estos años en que la pobreza de todo orden ha afligido las libertades del sujeto entre la violencia racista, la ferocidad machista y la corrupción naturalizada, nuestras sociedades han regresado a la cruda realidad de su estratificación de clase, a su largo vicio antimoderno. Este mapa de clases declara los límites de la democratización en una América Latina cuya vida cotidiana sufre varias regresiones autoritarias. El Huerto de mi Amada, tras su juego gentil, no deja de traducir este sentimiento de los límites de la sociabilidad. Por un lado, se demuestra que la inautenticidad define a la burguesía dominante. Por otro, es claro que el racismo organiza a la pirámide clasista. La comedia social, cuando se revela como un pequeño infierno de las clases, domina toda la subjetividad. El horror social es el "lapsus de clase" que deja ver la inadecuación del pobre o el desvalor del otro. Sólo el amor y la rebeldía nos liberan, momentáneamente, de esas trampas y la partida la gana el lector, en cuyas manos quedan, sin querer queriendo, las grandes preguntas de Cándido, el héroe de la ironía.

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