Henri Cartier-Bresson (1908-2004): La danza del instante (Acaba de morir, en Francia, a los 95 años, uno de los artistas más influyentes del siglo XX; padre del fotoperiodismo, fue testigo de los cambios más radicales de su época, a los que retrató como pocos, captando la vida en "flagrante delito").
Henri Cartier-Bresson, el artista a quien estaba dedicada una muestra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, sale del recinto y se dirige a su hotel. De pronto, comienza a llover a cántaros. El fotógrafo francés busca refugio bajo un alero donde se agolpan otros transeúntes. Segundos después, tentado por la escena, se lanza bajo la lluvia y comienza a tomar imágenes de sus casuales compañeros de espera a la caza del "instante decisivo". Mientras aprieta el disparador de su Leica, escucha que un hombre del grupo exclama: "Miren a este tipo. ¡Otro más que se cree Cartier-Bresson!". La anécdota -contada por él mismo, hombre al que la fama no fascinaba- resume bien las paradojas de su larga actividad: fue artífice de la fotografía del Siglo XX y también actor y testigo de los cambios radicales que ésta sufrió durante su transcurso. La espontaneidad y la actitud vitalista de sus primeras fotos, aquéllas tomadas a comienzos de los años 30 donde intentaba capturar la vida en "flagrante delito" a través de una danza que aguarda, acechante, el instante oportuno, habían adquirido aristas complejas. Aspirar a la invisibilidad -aunque su identidad se mantuviera en el anonimato- ya no era tan simple. Los retratados, después de que la fotografía se popularizara a través de los medios masivos, también habían perdido una buena dosis de inocencia. Como corresponde a los grandes artistas, la gran virtud de Cartier-Bresson (1908-2004) reside en su resistencia a las clasificaciones sumarias. Innumerables veces se señaló, al punto de haberse vuelto una muletilla, que su carrera -con la Segunda Guerra Mundial como divisoria de aguas- tuvo dos etapas que resultaron fundamentales para el desarrollo de la actividad fotográfica. En primer lugar, Cartier-Bresson habría sido quien permitió, a través de sus revolucionarias fotografías de los años treinta, que una mera técnica deviniera arte. En segundo lugar, se lo bautizó, por su actividad después de la Segunda Guerra, como uno de los padres fundacionales del fotoperiodismo, especialidad que al cabo de las décadas -basta recordar el papel que cumple actualmente en Irak- se ha vuelto central. Como toda esquematización, puede ser exagerada. El propio fotógrafo señaló algunos de los antecesores que influyeron en él en su primera etapa (Martin Munkacsi, André Kertész) y la tarea que para la misma época realizaban Walker Evans o Bill Brandt. Respecto de la segunda, vinculada al periodismo, es innegable la importancia que tuvo su amigo Robert Capa, el mítico reportero de guerra. A lo largo de su larga vida, Cartier-Bresson siempre subrayó su poca voluntad de llegar a ser lo que fue. "Pude estar años sin sacar una fotografía" -diría en 1969, años antes de comenzar a distanciarse de la actividad para dedicarse con mayor ahínco a la pintura-. "Todavía hoy no estoy seguro de ser un fotógrafo". La inconciencia tal vez haya jugado su papel en los comienzos, cuando lo impulsaba su admiración por la liberación propuesta por los surrealistas y se distanciaba -era hijo de una familia de industriales textiles- de sus orígenes burgueses en busca de la aventura. Hubo un momento clave, una de las tantas casualidades que, según él, marcarían su vida. Fue en 1932. Ese año reemplazó su viejo aparato fotográfico por una Leica, la cámara que lo acompañaría durante el resto de su vida. Gracias a ella descubriría, a través de una impresionante serie de fotos, la libertad de movimiento y la rapidez de reflejos que permitían el pequeño instrumento y su adelanto técnico, en todo distinto de las pesadas máquinas utilizadas hasta entonces. "Se transformó -dirá más adelante- en la prolongación óptica de mi ojo". Con su Leica al hombro partirá en un largo vagabundeo de dos años por Alemania, Italia, España y otros países europeos con la idea de registrar la vida despojada de artificios. E iniciaría sin saberlo el camino porque el cual se lo señalará como uno de los primeros exponentes de fotografía artística y uno de los más influyentes en ese terreno. Período de inocencia, de los que no saben lo que hacen, en que se forjarán su estética y su ética fotográfica. La idea de captar el "momento decisivo", pero también la incorporación en las fotos de una narrativa hasta entonces poco frecuente y un novedoso sentido de la composición. También su pasión insobornable por el blanco y negro y la negativa a retocar ninguna de sus fotos. No es casualidad, seguramente, que a esos años pertenezcan muchas de sus imágenes más memorables, más visitadas. El hombre que espía, en Bruselas, a través de una cortina, mientras su compañero parece vigilar avergonzado que nadie los vea; la foto de niños que en Sevilla, a cuatro años de la próxima guerra civil, juegan en un edificio en ruinas, uno de ellos con premonitorias muletas. O también el hombre que salta al agua en las cercanías de la Gare Saint-Lazare, verdadero estandarte de su modo de captar imágenes, que muestran la vida bajo otro prisma. Lo cierto es que Cartier-Bresson, por entonces, se consideraba apenas un entusiasta apasionado. Después de un viaje a México, donde obtendría otras fotos notables y donde realizó su primera exposición junto a Manuel Álvarez Bravo, después de estudiar cine en Nueva York con Paul Strand, Cartier-Bresson retornó a Francia. Siendo la fotografía, a sus ojos, un pasatiempo, comienza a trabajar como asistente de dirección del cineasta Jean Renoir. Y será una conjunción de hechos casuales lo que lo devolverá a la Leica. Un recién casado Cartier-Bresson (con una bailarina javanesa) debió buscar, ya que Renoir no podía garantizarle trabajo, ingresos seguros. Aceptó un puesto en France Soir, el diario comunista dirigido por el poeta Louis Aragón. Será su primer empleo rentado como fotógrafo y el lugar donde conocerá a Robert Capa y a Robert "Chim" Seymour. Según parece, Aragón les daba absoluta libertad. Cartier-Bresson en ese breve período obtiene otras fotos ya clásicas, como la imagen de los que observan la coronación de Jorge VI de Inglaterra mientras un hombre yace a sus pies, sobre un amasijo de diarios, o la foto del Cardenal Pacelli, futuro Pío XII, rodeado por la muchedumbre en Montmartre. Fue un trabajo efímero, por cierto, pero los gérmenes de la profesionalización ya estaban en marcha. Cuando fue prisionero de los nazis todavía le decía a su compañero de celda que después de la guerra se dedicaría a pintar. Pero esa experiencia bélica será determinante para su futuro. Fotografió la liberación de París y en 1946 se trasladó a Nueva York para participar en una exposición "póstuma" -según los datos disponibles se lo creía muerto durante la contienda- en el Museo de Arte Moderno. Todo indica que su amigo Robert Capa fue de vital importancia para que se convirtiera en fotoperiodista a tiempo completo: "Siguiendo con esta clase de fotos serás etiquetado como un pequeño surrealista -le aconsejó a un dubitativo Cartier-Bresson- y puestos a elegir una etiqueta te conviene la de fotoperiodista, porque te dará mayor libertad". El propio fotógrafo francés reconoció que no fue realmente un profesional hasta 1946. O, podría argumentarse, hasta 1947, cuando junto con el propio Capa, con "Chim" Seymour y con William Vandivert fundó la agencia Magnum.
La de Magnum fue una epopeya y también el principio del fin de la inocencia -para Cartier-Bresson, pero probablemente para la fotografía como actividad- de los años anteriores. Pensada como instrumento para darle carta de madurez a un fotoperiodismo carente de status y un respaldo a los propios fotógrafos, para que mantuvieran el control sobre su trabajo, fue también el camino hacia la definitiva profesionalización. A partir de entonces, los grandes reportajes gráficos serán el medio de subsistencia y de investigación para Cartier-Bresson. También serán los que, definitivamente, ayudarán a que su fama como uno de los más notables fotógrafos de su tiempo se multiplique amparándose en la celebridad de sus piezas pasadas. Como fotoperiodista, se volvió más ascético, preocupado por evitar el manierismo al que podía llevarlo el anterior estilo y que muchos colegas se lanzaron a imitar. "Después de la guerra las preocupaciones cambiaron -aseguró más tarde-. Los reportajes fueron un nuevo modo de recorrer el mundo, aunque la actitud fuera todavía la misma". Muchos críticos se esforzaron en ver su obra fotoperiodística como una suma de instantes decisivos. Pero en opinión de Peter Galassi, autor de un fructífero ensayo sobre su obra, el fotógrafo fue importante también para la profesión por las diferencias con aquellas imágenes señeras. "Su trabajo raramente mostraba acontecimientos noticiosos. Daba, en cambio, una amplia descripción de un lugar, un pueblo o una cultura y la textura de la vida cotidiana. Ayudó a crear la imagen del fotoperiodista como alguien alerta, pero también distanciado y observador, una imagen que se enlazaba con la idea del momento decisivo pero que al mismo tiempo limitaba su alcance original". Como fotoperiodista, Cartier-Bresson realizó la mayor parte de sus trabajos en Oriente, con un singular olfato para encontrarse en el lugar preciso en el momento indicado. Estuvo en la India y conversó con Ghandi una hora antes de su asesinato. Poco después estaba fotografiando, tan cerca que casi podía tocarla, la pira donde se cremaban los restos del líder indio. Fue también el primer occidental, en 1954, en entrar y retratar la URSS después de la muerte de Stalin. "Hay que pensar -diría décadas después- que el mundo era otro. No había, por ejemplo, televisión. ¿Cómo explicar si no que me encontrara en China en plena revolución y no hubiera conmigo otros fotógrafos?". Las fotos de Cartier-Bresson fueron frecuentes en Life o Paris-Match, por citar dos publicaciones que le daban amplio espacio a las coberturas fotográficas, y su trabajo incluiría no sólo imágenes del recién construido Muro de Berlín o de los Estados Unidos profundos, ya en los sesenta, sino también algunos de los retratos de artistas célebres -de Albert Camus y Jean-Paul Sartre a Truman Capote- o del propio Che Guevara. Cuando se distancia de Magnum, en 1966, el mundo de la fotografía había cambiado radicalmente, en gran medida gracias a su actividad. Poco a poco lo irá abandonado -cada vez más desinteresado en la técnica, que nunca lo sedujo- para refugiarse en los documentales hasta cerrar el círculo con un retorno a su pasión de siempre: la pintura. En 1991, en un especial radiofónico, Cartier-Bresson contaba por qué consideraba que su vida -actividad fotográfica incluida- le debía todo al azar. Para ejemplicarlo, contaba cómo en 1986 Jorge Luis Borges lo había elegido como ganador del Premio Novecento, que se entregaba en Sicilia. "Borges me dijo: ¿Lo elijo a usted porque usted ve y yo ya no veo?? Yo le aclaré que no me gustaban las ceremonias. Pero Borges murió antes de que fuéramos a Palermo, que era donde se entregaba el premio. Borges se había criado en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, Argentina, y yo había sido concebido en Palermo, en Sicilia. Antes de morir, le dijo a María (Kodama) que ella sería la encargada de dármelo en su lugar. ¡Y la ceremonia tuvo lugar en el mismo hotel en que había sido concebido durante la luna de miel de mis padres! En la vida todas son coincidencias".